He tenido una semana muy movida. Esta mañana temprano me llamaron de Alemania, un número desconocido, como siempre. Todos los números que me llaman son desconocidos. Es lógico. Yo soy un desconocido para ellos. Un mero número en algún listado de direcciones electrónicas, un consumidor potencial. Yo siempre cojo el teléfono: si me llaman pagan ellos. Generalmente quieren venderme algo, pero yo no compro. Mi pensión de subsistencia me ha dejado al margen del consumo. El teleoperador me hablaba en un español extraño, parecía centro americano, me decía que tengo no sé qué problema con la central de Google, quería que le diera algunos datos, y yo, para seguirle la conversación, le daba datos falsos. Así alargo un poco esta extraña compañía y me entretengo. Al final suelo decirle que todo ha sido una broma, la mía; lo que no le digo es que lo suyo era una estafa. ¿Para qué amargarle el día a un pobre estafador? La semana pasada me llamaron de Inglaterra, y el mes pasado me llamaron desde un país africano. Me hace sentir ciudadano del mundo, parte de la comunidad global. Todos me quieren vender algo, o robar algo. La verdad es que mi pensión no da para mucho. Mantengo una cuenta de teléfono mínima. Y me resulta divertido escuchar estas ofertas. Nunca terminan de hacerme ofertas: —Buenos días, ¿con quién tengo el gusto de hablar? ¿Es usted el administrador de la línea? ¿Cuánto paga usted mensualmente? Le traemos hoy día una oferta inmejorable. —Yo alargo la conversación todo lo que puedo. Son todas iguales. Con mi compañía tengo suficiente. Recibo muchas llamadas ofreciéndome asistir a un evento gratuito, porque he sido seleccionado y recibiré un obsequio. La primera vez caí. Era para venderme un colchón de última tecnología, con no sé qué propiedades sanitarias; ya se sabe que los viejos jubilados tenemos dolores de espalda. O una cubertería de algún metal maravilloso que mejora la digestión. Es portentoso este mundo de las ventas. Todo se vende y todo se anuncia. A veces me siento como un ratón que vivo en un enorme escaparate. Escucho bastante la radio, pero claro, igual que la televisión que no es de pago está saturada, asfixiada de publicidad: —¿Sabía usted que nosotros somos los mejores en el mantenimiento de ascensores, o que estamos liquidando pantalones, o que la medicación más eficaz para el catarro bronquial ya está de venta en farmacias? —Y, sobre todo, cuando ya va siendo hora de comer, la publicidad para alimentos elaborados, esa llueve a gota gruesa, tanta que da hambre y comienzo a salivar con solo escucharla. No me debería sorprender, soy el usuario terminal de la sociedad de consumo. Aunque consumo bastante poco, viejo y pobre como soy, entreteniéndome con este terminal telefónico, con la radio y la pantalla que me conectan con la humanidad. Casi todos mis amigos se han muerto. Mi único hijo se fue a trabajar al extranjero y no sé mucho de su vida. La encargada de alargar mis días es la seguridad social, orgullosa de mi bienestar. Dicen que soy parte de la Sociedad del Bienestar. A veces pienso que sería preferible vivir en una chabola, junto a muchas otras chabolas, una comunidad humana, aunque viva veinte años menos. Sin embargo vivo solo, es un piso de cuarenta metros con nevera y teléfono. La sociedad me ha asignado la importante tarea de alargar mi vida todo lo posible. En las sociedades civilizadas la vida dura mucho. Voy a terminar este aburrido relato sin saber a quién está dirigido. Suena el teléfono nuevamente. No sé quién es. Será la última oferta telefónica, me querrán vender una alarma. Pero si yo nunca salgo. En fin. El mundo viene a llamar a mi puerta. Voy a atender. ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? Teléfono mudo. Ahora pasa mucho, dicen que te llama una máquina.
Francisco Bontempi
Médico y Psicoterapeuta
USUARIO TERMINAL, un relato