Una semilla es una posibilidad que dependerá, para su realización, del mundo concreto en que haya sido sembrada. Jesús relataba la historia del sembrador que regaba sus semillas por la tierra: una parte caía junto al camino, venían las aves del cielo y la tragaban; otra, caía en pedregales, donde, con poca tierra, germinaba y se quemaba al sol; otra parte caía entre las espinas que las ahogaban, y solo la que caía en buena tierra germinaba, crecía y daba los frutos de su naturaleza. ¿En que mundo cayó la posibilidad de lo que eres? ¿Qué promesas traías escritas en el germen de tus genes? ¿Cuál es la plenitud del ser humano? Y así viene este cuento de una semilla.
Bajo tus pies hay un lugar, un terreno en la tierra, un lugar en el mundo. Y en este lugar ha caído una semilla, recogida sobre sí misma y esperando, en esa estabilidad inmóvil, reducida su envergadura a la del mínimo tamaño, aguardando un destino que aún no conoce, allí está la semilla.
Una semilla quizá presiente el misterio de la vida. Y el misterio de la muerte. Los presiente, pero no los conoce. Una semilla, como un huevo, es una posibilidad, pero una posibilidad que aún está por verse. Posibilidad de algo, pero ¿posibilidad de qué? Ella misma no lo sabe. A veces, en su espera, ella ha soñado con lo que podría ser. Pero los sueños solo sueños son y en su mundo sin tiempo ella misma no es sino una esperanza dormida. La semilla vive en un estado de esperanza. Porque, para la semilla, el tiempo no existe: se sabe de semillas que durmieron el letargo de cientos de años en la oscuridad seca de un granero profundo y oscuro, y durante esa espera durmieron como si el tiempo no existiera, dormidas en un permanente ahora, un ahora donde nunca pasa nada, un ahora donde no hay cambio, donde todo lo que es está dormido e inmóvil: la semilla es un estado donde no hay cambio alguno. Duerme sin cambio en el hueco de su cáscara mientras ignora las mil historias que aún no han nacido. A veces, allí, en su sueño de semilla, imagina lo que será algún día. Presentimientos, sueños e imaginaciones pasan como nubes por su mente de semilla; sueños y fantasías que se deshacen en la nada de su nada sin tiempo. A veces, vagamente, ha pasado por ella la pregunta original – ¿y quién soy yo? -, pero en su sueño sin tiempo las preguntas no escaldan, las dudas se aplacan y simplemente sigue allí, encogida y esperando. A veces, confusamente, la sacudió el presentimiento de la angustia -¿y qué voy a hacer?-, pero esa quemadura seca rápido y su inmovilidad no se rompe. Encogida dentro de su cáscara espera, porque mientras esté inmóvil allí, esperando en la esperanza dormida de lo que nunca llega, la angustia realmente no cabe. Sueña con posibilidades que no han nacido, pero no hay saber sin vivir y, cabalmente, no puede saber quién ella es. En algún lugar que ella no sabe el mundo es movimiento. El ímpetu de los vientos, las fuerzas de la naturaleza, la corriente de las aguas, las fuerzas telúricas de la tierra, la han dejado finalmente depositada en el lugar donde ha quedado: una patria mínima, un pequeño mundo, un mundo circular, como dicen que son todos los mundos, una pequeña esfera, como esférica ella misma tiende a ser, la semilla, un huevo. El tiempo pasa sin que pase nada. La vida pasa sin que pase por ella, porque ella solamente espera. Es una situación segura; existe una cierta seguridad en ese estado. No hay riesgo. No hay riesgo porque no hay movimiento. Tampoco hay angustia, ni angostura alguna que cruzar porque no hay movimiento. Allí reside su seguridad: en la inmovilidad de su espera. Pero ¿quién es realmente ella?, ¿cómo saber realmente cuál es su naturaleza? ¿cómo descubrirla sin atreverse a vivirla, sin atreverse a estirarse y a desarrollar sus posibilidades, sin atreverse a llegar hasta el final de sí misma? ¿Cómo saberlo sin vivir realmente? La seguridad sin riesgo es un sueño sin tiempo. Vive sin vivir en la inmovilidad segura y protegida del -no pasa nada-, la seguridad que todo sigue igual, no hay cambio. El riesgo nacería si ella se atreviera a comenzar su historia, a deshilachar su tiempo. Y el riesgo es muy grande: salir de sí misma, romper la inmovilidad de su coraza, abrirse al cambio, a las corrientes de la vida. Pues mientras su existencia sea solo un sueño tampoco hay muerte, solo esa espera inerte de lo que, quizá, algún día despierte. Abrirse al cambio es un riesgo, porque allí, encerrada en su cáscara, la semilla guarda un mínimo tesoro heredado: el germen donde está escrita su posibilidad junto a la escasa reserva de energía que le aporta su pasado, la herencia de sus ancestros, un mínimo legado para la primera parte de su historia. Todo lo que conservas es ahorro del pasado, guardado lo tienes con la esperanza del futuro. Pero, por más grande que parezca la herencia, es inevitablemente limitada. Los ahorros solo alcanzan para la primera, primerísima parte de la historia: no alcanza para mucho más. ¡Allí está el riesgo! Porque una vez que empieza el movimiento es imposible detenerlo. Cuando se produce la primera sacudida de la cáscara, cuando se rompe el caparazón, no hay vuelta atrás. Detenerse en ese momento es terminar podrida, un aborto de sí misma: alguien que nunca desarrolló lo que era. Cuando se produce el primer quiebre, la primera rotura del sueño, la pérdida del paraíso encantado, la rotura de la ilusión virginal, el despertar de la realidad, la única posibilidad es seguir adelante. Porque el tiempo ha comenzado y el tiempo es movimiento.
A través del resquicio, de la armadura rota, se estirará tímidamente la primera ramita, la primera raíz. Pero aún se alimenta del pasado, de su pequeña reserva de energía y, antes de agotarla, habrá de alimentarse por sí sola, arraigar suficientemente en la realidad, abrir suficientemente sus hojas a la luz, a la energía del Universo. ¿Cuándo será el primer momento, la primera sacudida, el primer brote? El calor tocará tu corazón y el corazón dirá – ¡ya es la hora! -. La luz cegará tus ojos y la razón dirá -¡ya es la hora!-. La humedad deshará tus resistencias y las voces gritarán -¡el mundo existe!-. Muchas semillas, al acercarse ese primer momento, experimentan el filo del riesgo y la ansiedad de la primera angostura, el vacío de la primera caída –¿qué mundo es éste al que he nacido? ¿Qué voy a hacer ahora? Antes de esta quemadura sin nombre solo tenía sueños, vagas intuiciones de un proyecto, pero este vértigo de existir es bien distinto, este cambio que no cesa y que me lleva. La realidad es algo más que el sueño. Ni sé que voy a hacer ni sé cuánto voy a durar. He nacido al tiempo y ya presiento la estocada del final y no puedo saber si me va a resultar bien o mal esta aventura. ¿Cómo saberlo sin arriesgarme a vivirlo? – ¡Comienza el movimiento! y entonces, a través de la sucesión y los cambios comienza a descubrirse a sí misma. Incluso es posible que llegue a asustarse, o a sorprenderse, como si dijera – ¿Pero “ésta” soy yo? ¿Qué es lo que ha comenzado? ¿Qué es la vida? -. Y no hay manera posible de saberlo sin atreverse a vivirla y vivirla es abrirse: abrir las cáscaras que te encierran, estirar las ramas, abrazar el Universo con las hojas y penetrar la profunda oscuridad de la tierra con las raíces. Vivirla es convertirse en un puente entre lo de arriba y lo de abajo, entre la luz y la oscuridad. Aprende a reconocer, ella, el vértigo de la angustia de nacer y existir, la angostura que por momentos la atrapa, que por momentos la encierra, que por momentos la desconcierta y le dice -¡no sabes adónde ir! y por tanto no vas a ninguna parte. ¡Detente ahora! ¿Adónde vas sin saberlo? -, pero dentro de ese germen que ahora se estira y se expande hay una fuerza, una fuerza que responde – ¡yo lo sé porque yo misma soy la corriente de la vida y ahora me levanto e impulsada por la savia que yo misma soy me yergo sin vergüenza! Me levanto experimentándome a mí misma: yo soy esto, ¿por qué habría de asustarme de lo que yo misma soy? -. ¡Y entonces descubre que respira! y descubre que la respiración es uno de los grandes misterios de la vida: tomar el aire, dejar que el Universo que la envuelve entre hasta lo más profundo de su sangre y allí fundir, en lo hondo de sí misma, el Universo que la envuelve, el aire que la penetra, y una vez que lo ha fundido consigo, expulsarlo nuevamente para que de alguna manera el Universo se tinte con lo que en su interior se ha gestado: el misterio de la respiración, el misterio de recibir y de dar. Se yergue la criatura, se abre cada vez más potente a la vida, sus raíces penetran profundas. Y entonces descubre dónde ha sido plantada. Descubre que ella pertenece a un pequeño mundo que la ha sostenido y alimentado, para bien y para mal, en su comienzo. Siente la fuerza con que está arraigado su tronco, a ese lugar. Y descubre mucho más. Descubre que no está sola. Al comienzo, encerrada en su cáscara, creía que no había más en el Universo sino ella. Sin embargo, ahora que se ha atrevido a vivir, a abrir sus ramas al sol, descubre tantas cosas: que rozándose con la punta de sus ramas hay otras criaturas, allí, tejiéndose el bosque de la vida. Y comienza a comprender que la vida es amplia, mucho más grande de lo que jamás imaginó, que va mucho más allá del límite de su piel, de la piel de sus hojas, que se expande, increíble y misteriosa, por la fuerza y el tejido del bosque. Y comienza a sentir el impulso de expandirse ella misma y de tejerse cada vez más con el bosque de la vida. Comienza a sentir el impulso de abandonar ya su pequeño mundo original y descubre que puede caminar, que sus raíces se desprenden de la tierra que la vio nacer y se transforman en piernas. Descubre que tiene piernas y que no está anclada, que sus pasos están libres. Descubre que puede crear el vértigo creado del propio movimiento, que cada instante es movimiento, que puede rodar, caminar y volar entretejiendo un destino, hilando un camino que se entreteje con todos los otros caminos. Y comienza a descubrir la alegría y la aventura de entretejerse en el bosque de la vida. Y descubre que puede compartir tantas cosas con las otras criaturas del bosque. Y descubre también que es posible caerse y se cae. Y se embarra en el barro y se entierra en la tierra. Y descubre que cuando se cae y descansa, en las raíces del bosque de la vida, también la vida se entrelaza. Descubre la sangre de numerosas criaturas y formas. Descubre que la vida tiene incontables, infinitas formas. Y entonces, cuando creía que era un árbol y todo estaba hecho, comienza a despertar como una ardilla y juega como juegan las ardillas. Y de ardilla se transforma en caballo y galopa, poderosa y sonora, sobre la vastedad del horizonte. O quizá descubre que le gustaría, y así lo hace, transformarse en león y rugir. Y ruge con la fuerza de un terremoto que brota desde sus entrañas. Y descubre la dulzura del vuelo de un águila, suave y ella altísima, y vuela por encima de la copa de los árboles que la vieron nacer y entreteje su vuelo con el vuelo de todas las aves del bosque de la vida. ¡Quedó tan lejos el mundo que la vio nacer! La vida evoluciona a partir de sí misma creando siempre nuevas formas. Ella ha descubierto que se atreve a cambiar y que después del gozo de volar no tiene ningún temor a caer en picado y transformarse en un terrible ¡cocodrilo! Para después renacer, nuevamente, como un pequeñísimo ¡colibrí! y volar colibrí de flor en flor recorriendo las incontables flores del bosque de la vida. Y después se transformó en flor, simplemente una flor, y se dejó estar muy quieta, bañada por la luz del sol. Y sintió que era hermosa, y sintió que la vida era bella, y sintió que, en ella, en la flor que ella era, dormían incontables semillas. Ella, que solo había sido una pequeña semilla, contenía ahora la promesa de incontables semillas, de incontables formas de vida y todas descansaban en la sencilla humildad de una flor. Y sintió que era parte, pequeña pero real, del Gran Bosque de la Vida, y se levantó nuevamente como un tronco poderoso hacia lo alto. Y supo, una vez más, que era un gran árbol en el bosque, el puente sólido que une el cielo con la tierra, el puente que trae la luz a la oscuridad. Supo que ella era la vida y que la vida era un gran puente, y que ella estaba en su lugar. Y sabía y sentía que su lugar estaba abierto a todas las criaturas del bosque de la vida, que todos tenían un lugar en ella, y que ella tenía un lugar en cada uno de los demás. Y que el oleaje de la respiración la sacudía rítmica, que el gran océano de todas las existencias la animaba. Y sintió que la realidad de vivir era mejor que los sueños, aquellos antiquísimos sueños que tuvo en la vieja cáscara. Descubrió que el riesgo de vivir valía la pena. Descubrió que había pasado muchas angosturas y que, tras cada una de ellas, siempre se había abierto un poco más, a un Universo cada vez más amplio, a una vida cada vez más generosa, a una energía cada vez más libre y abierta. Y comprendió que así como se había levantado, que así como había empezado y desarrollado un camino, también debía concluirlo. Lo comenzó a sentir en su interior; su propio corazón le avisó -todo lo que empieza termina- y ella aceptó que para su aventura también había un final. Y llegó el momento de sentir que su camino estaba completo. Y entonces, simplemente, se entregó, una vez más, a la Madre Tierra, la que todo engendra, la que a todo acoge, en la que todo se disuelve. Se dobló su tallo y cayó sobre ella. Sobre el suelo que la vio nacer, el tronco se desplomó, sobre la tierra madre que la alimentó de su propia sustancia. Ella misma, finalmente, recogió sus semillas y en ella descansa en paz. Cuando hay aceptación, la última angostura es una gran entrega; te entregas completamente porque descubres que, de alguna manera, es imposible reservarse nada, porque ella te lo dio todo y porque, al final, todo se lo has dado a ella. Ella te abraza y te sostiene en la profunda oscuridad del bosque. Y en la profunda oscuridad del bosque todo es vida. Y las raíces del bosque de la vida arraigan en tu carne y en tu sangre. Las corrientes de las hojas caídas y las hormigas, la exquisita y oscura humedad del submundo, se expanden por el cuerpo de tu tronco. Y, poco a poco, se deshace tu historia en el canto del bosque, como si al deshacerte te expandieras hasta el último rincón, hasta la última rama, hasta el vuelo del último colibrí. El bosque que ahora se alimenta de ti te lleva a través de su tejido y cuando ya no estás, porque te has ido, sin embargo, estás y sabes que tú eres la sustancia del bosque de la vida, que tú eres la savia de las plantas, el color de las flores, el vuelo de las mariposas, el brillo del águila, la fuerza del león, el humor del cocodrilo y la inmensa aceptación de la tierra. Y en ella descansas, y en ella te disuelves, y en ella te recoges, una vez más, como una pequeña semilla, un pequeñísimo punto allí, durmiendo, durmiendo el sueño de una nueva posibilidad, una semilla que ahora sabe mucho mejor que ha sido árbol, que ha sido flor, que ha sido águila y colibrí, que ha sido esto y lo otro, lo de aquí y lo de más allá, una semilla que está, sintiéndola latir, viva en su corazón, la llamada de la libertad, la llamada de la vida que ella misma es, esa vida que se disuelve y no se pierde, que se recoge para seguir siendo ella misma, expresándose incansable, bajo incontables formas. Una semilla está temblando en este lugar. La cáscara fosilizada, un pasado defensivo que ya no es, se está rompiendo. Se estira su sustancia y se reconoce en la luz que la mueve: ¡un ser humano completo!
Francisco Bontempi
Médico y Psicoterapeuta
HISTORIA DE UNA SEMILLA.