Había empezado una serie de artículos ‘en busca de la esencia’, cuando vino Navidad trayéndome aquel post con ‘Carta por la Madre Tierra’. Ahora ya corre veloz el año 2021 y, si bien continúo elaborando esa serie, las circunstancias me empujan en otra dirección: el año ha empezado revuelto, la pandemia prolongada ha aumentado un sentimiento de hartazgo, personas en mi entorno reaccionan con ganas de romper normas y límites, mientras que a nivel colectivo los grandes bloques sociales que configuran los estados parecen estarse rompiendo.
EN UN CENTRO COMERCIAL
Nueve meses después de declararse oficialmente la pandemia me encontraba en un centro comercial haciendo cola para pagar. Había bastante público, el consumismo irresistible se nos había desatado con la Santa Navidad. Estábamos alineados con la distancia de seguridad marcada en el suelo y, al entrar en la zona de cajas, donde hay una serie de objetos menudos que la gente tiende a tocar, había un empleado untando gel en todas las manos.
En general todos los que habíamos pululado entre la mercadería conservábamos la distancia debida y tendíamos a alejarnos. Sin embargo, había otros despreocupados que se acercaban bastante, que incluso se rozaban. Algunos de los rozados reaccionaban con un respingo y otros parecían no darle importancia.
Todos estos comportamientos normativos, ponían en evidencia algo que nuestros ojos no podían ver: el ‘bicho’ estaba por ahí, un ente invisible que no sabíamos por dónde ni cómo nos podía atacar, incluso matar: un peligroso enemigo latente. Entendí entonces que las normas nos protegen de algo, que mientras más peligrosa o desconocida sea esa amenaza más compleja y estricta será la norma, más fuerte la presión bajo la que viviremos y más intenso el ‘dilema normativo’ del ciudadano. Vacuna o no vacuna, mascarilla o no mascarilla, constitución o reforma, monarquía o república, control o no control informático, son dilemas de este tipo referidos a reglas, leyes y constituciones proclamadas en el cuerpo social, con frecuencia ajenas y exteriores a la consciencia individual. Frente a tales tensiones me pregunté si existe riesgo real de volver a sistemas fascistas y dictaduras normativas.
NADA NUEVO BAJO EL SOL
Durante siglos de orden civilizado, las normas que rigieron nuestras vidas fueron las de las grandes religiones imperiales, o las de pequeñas sectas tribales. Las normas no solo buscaban organizar la vida de nuestros ancestros y orientarlos (en un sentido espiritual), sino cohesionarlos y protegerles de un cierto mal, (social o terrenal). El peligro y la amenaza siempre quedaban al otro lado de la frontera: bárbaros, pecadores, paganos, imperialistas, los malos, ‘los otros’, representados todos por un enemigo invisible y muy temido, el ancestral Satanás, el Maligno, el Príncipe Salvaje. Esta proyección del mal en el otro tiene una cierta base natural: si ‘el bien mayor es la vida’ la amenaza a nuestra integridad biológica viene inicialmente de fuera.
Esta idea del peligro externo tiene una versión light: nosotros somos mejores que los otros; no es que ellos sean malos, es que nosotros somos superiores. Una vez que las sociedades se hacen híbridas o mestizas, algunos comienzan a proclamar la pureza y superioridad de lo nuestro, (raza, religión y cultura), y a decir que el Maligno, hasta ese momento externo, ahora se ha infiltrado ‘entre nosotros’, los buenos. ¿Es hora de purgas? Esto es lo que en su momento pensó el senador McCarthy, perseguidor americano de comunistas. Y no estaba solo, en muchos regímenes de oriente y occidente, con mayor o menor crueldad, se purgaba a los malos.
Nuestras sociedades, a las que con orgullo llamamos ‘libres’, hace no mucho tiempo eran terribles dictaduras morales, plagadas de normas con brutales escarmientos para los transgresores. La inquisición, que castigaba con la muerte en la hoguera a quienes se saltaban sus normas, es un botón de muestra de la dictadura moral en que han vivido nuestras almas durante generaciones y siglos, una institución que siguió operativa hasta el siglo XIX.
Después de las dictaduras morales, más o menos absolutas, nació con dificultades el ‘liberalismo’, reformistas que soñaban con redimir al individuo, potenciar la iniciativa personal, la responsabilidad individual, y terminar con esas sociedades opresivas, llenas de normas caducas y privilegios antidemocráticos. Pero los ‘conservadores’ de entonces veían llegar la ‘corrupción de las normas’ y el ‘pecado avanzando y adueñándose del mundo’.
La controversia entre conservadores y liberales del siglo XIX, fue una lucha entre las dos clases superiores: por un lado la aristocracia asociada a la realeza gobernante, por el otro la burguesía culta y acomodada. El conflicto terminó en una conciliación pactada con algunas transformaciones políticas. Esta unión liberal-conservadora, con la revolución industrial se convirtió en la oposición a los nuevos movimientos sociales: sindicalistas, obreros, campesinos, y sus hijos luego, quienes cada vez más cultos se integraban en los partidos socialistas y comunistas del siglo XX.
A lo largo de ese siglo de guerras infames y despiadadas, el dilema político dejó de ser sólo ideológico, liberales vs comunistas, derechas vs izquierdas, para convertirse en una guerra entre sistemas económicos: el sacrosanto libre mercado, por una parte, cuyo emblema máximo es la empresa privada, el banco y el individualismo del triunfo económico; y por la otra, los movimientos sociales, uniones de individuos desfavorecidos y oprimidos por el ‘sistema’. Y así entramos en las guerras de clase que había previsto Marx, con sistemas socio-económicos excluyentes, dotados de normas y anatemas para defenderse de sus respectivos enemigos.
No están muy lejos los tiempos donde en España se fusilaba a los que cuestionaban las normas, por un lado y otro. Pues para los republicanos legalistas las normas legítimas eran las suyas; mientras que, para los sublevados, civiles y militares, eran los otros quienes habían roto la legalidad. Así es que hablamos de un problema grave, aún enquistado y latente. Basta mirar el escenario teatral de nuestro parlamento nacional, donde algunos hablan del actual gobierno como ilegítimo, acusaciones muy cercanas al neofascismo de Trump, quien considera ilegítimo y fraudulento todo triunfo que no sea el suyo.
Las normas representan un orden social cuyo acatamiento mantiene vigente y sólido al sistema. Pero los sólidos también se licúan cuando sube la temperatura. El cuestionamiento actual de las normas, desde la izquierda y la derecha, junto con el ‘calentamiento’ colectivo, tanto climático como social, parece estarse extendiendo por el mundo y acercándonos a este complejo e inestable estado de normas líquidas.
Y LA HISTORIA CONTINÚA
En realidad, el drama colectivo de la humanidad no ha cesado, nos viene con la historia, e incluso quizá, con la biología. El año ha comenzado con la toma del Capitolio de Estados Unidos. Ha sido una muchedumbre seguidora de noticias trufadas, convencida que su país está bajo amenaza socialista, sin consciencia de sus actitudes fascistas y fanatizados por un líder psicopático y temperamental, incapaz de reconocer el resultado electoral y la pérdida del poder político. Un peligroso populismo de extrema derecha, que acusa a sus adversarios de comunistas y criminales, incluso de asesinos, seguidores de Satán y ladrones de elecciones. Como es evidente, tales acusaciones activan la testosterona y revuelven la sangre.
La primera condición de la democracia es el reconocimiento del triunfo de un rival, si esto no se respeta el sistema entra en crisis; y eso ya está ocurriendo en muchas naciones. Cuando el orden civil se altera gravemente, cuando se licúan las normas y los ciudadanos perplejos no saben por dónde ir, surgen voceros apocalípticos que llaman a endurecer las normas, que se autoproclaman salvadores, o que subrayan la amenaza de algún poderoso enemigo externo. Estados Unidos ha participado en muchas guerras externas para consolidar su unidad nacional frente al mal. En la guerra que destruyó Irak, dejando cientos de miles de muertos y mutilados, los americanos veían un Sadam Hussein diabólico, mientras que para los iraquíes América era el Gran Satán. El caos social, en sociedades muy diversas, suele derivar en sistemas autoritarios: fascismos, dictaduras comunistas, dictaduras conservadoras o caudillismos autoritarios, y estos se sostienen con una carga de violencia interna, represión, o externa, agresión bélica.
Los sistemas autoritarios reprimen la libertad individual y anulan la responsabilidad personal: si obedeces eres bueno, si no acatas eres malo. En tiempos de la reforma y contra reforma española había dos visiones contrapuestas: para unos la biblia no podía ser traducida ni puesta al alcance de cualquiera, solo podía ser interpretada por la autoridad culta, única con capacidad de generar normas válidas; el pueblo estaba sujeto a la ‘debida obediencia’. Para otros la palabra liberadora de Dios debía llegar a los individuos, despertando al Espíritu Santo en cada sujeto y haciéndoles responsables, no de sumisión obligada a la autoridad, sino responsables ante Dios y su propia consciencia. El camino para llegar a nuestras actuales democracias ha sido largo y jalonado de mucho sufrimiento.
Para construir un pueblo libre siguen siendo imprescindibles ciudadanos dignos y cívicamente cultos, no necesariamente ricos, sino conscientes y solidarios, capaces de discriminar información fiable de bulos y fake news. La dignidad personal no existe en quien no es capaz de respetar la dignidad y el derecho de los otros. Un pueblo culto es necesariamente diverso y respetuoso con las variedades de sus formas.
LA ACTUAL PANDEMIA
El virus ha llegado a un escenario social y político ya recalentado, acompañado de la inevitable crisis económica y el desastre medio ambiental en que estamos inmersos. En esta situación parece haber dos actitudes diferentes en juego y confusamente entremezcladas: los antinormas y los normativos. Para entenderlas mejor reflexionemos sobre sus exagerados extremos.
UNA: Los ultra-normativos. La primera actitud es la de aquellos que buscan normas claras, eficaces y rotundas para todos nuestros posibles comportamientos: ‘que alguien nos diga qué hay que hacer y cómo hacerlo’; desde un pequeño municipio (con su plaza, terraza pública y cines), hasta las calles de una gran capital, con normas incluso para la vida entre los muros del hogar. Como las autoridades políticas son quienes dictan las normas, y ya no las autoridades religiosas o militares, se ha convertido el país en un patético circo de políticos de un signo y otro, dándose con las normas por la cabeza. Y un espectáculo, ya sabemos, es buen negocio para los medios.
DOS: Los ultra-pasotas. Para ellos la norma impuesta va contra la libertad individual; cada individuo tendría que ser responsable de sus actos, cuidarse a sí mismo y a los otros de la transmisión viral. Que cada sujeto actúe según su consciencia. El presidente Trump y Bolsonaro, también Boris Johnson en su primera etapa demagógica, son claro ejemplo de liberales ultra-pasotas, lo son tanto en su política económica, ¡viva el libre y desatado mercado! como en su moralidad respecto del virus ¡qué se contagie el que quiera o no pueda evitarlo!
Antes de analizar o comprender el valor y sentido de las normas, todos nos movemos entre estos dos extremos, como niños que obedecen o se rebelan. Al igual que los políticos, los ciudadanos normales también somos muy normativos en ciertos aspectos, y en otros pasotas, según conveniencia. Nuestra actitud personal ante las normas suele ser más oportunista e irracional que reflexiva.
El delirio frente a este circo estalla cuando comprendemos que hay ultra-pasotas aparentes que en realidad son ultra-normativos. Los liberal-conservadores más ricos suelen saltarse las reglas que imponen sobre los menos afortunados; la libertad es para quien pueda pagarla y la servidumbre de la ley para quien no tenga un buen abogado.
A lo que responden, algunos ultra-pasotas que son a la vez ultra-normativos: -El enemigo hacia el que afilar las normas es ‘el demonio del libre mercado’, fuerza despiadada que actúa, no para beneficio de la humanidad o respeto de la naturaleza, sino para lucro y poder personal, para expoliar los recursos de todos y convertirlos en beneficio privado-.
A lo que otros ultra-normativos que resultan ser en privado ultra-pasotas, argumentan que: -El enemigo y el mal contra el cual debemos afilar nuestras normas son precisamente esos teóricos y burócratas normativos, ignorantes que no comprenden la grandeza creativa del libre mercado, oportunistas que buscan el vértigo del poder, avión y coche oficial, para imponernos sus reglas y una oscura sociedad comunista. ¿Quienes son quienes en este juego de pretensiones?
Un caso interesante que expone las contradicciones de nuestros sistemas normativos es el de Julian Assange. Está durísimamente perseguido, encarcelado y empujado a la locura sin juicio. En realidad, su fechoría no es un cargo sexual nunca probado, sino haber revelado los documentos que exponen cómo nuestros sistemas de inteligencia vigilan a estados menores e individuos, transgrediendo la norma de respeto a la libertad ajena: Assange rompió su juramento de secreto oficial, por lealtad a lo que él creyó un bien superior; y lo está pagando, bajo el plomo de esta ensalada densa de dilemas y posturas autocontradictorias.
No es extraño que en este baile de máscaras y refutaciones las nuevas generaciones tiendan a lavarse las manos, a dejar que la irresistible inercia de la historia siga su tortuoso y doloroso curso.
SOCIEDADES POLARIZADAS
La España actual no parece ser una excepción en la deriva de las sociedades occidentales. Todo occidente parece polarizado y dividido casi al 50%.
Por un lado, quienes defienden una ‘necesidad normativa’, leyes para regular el mercado, impuestos progresivos, leyes medioambientales etc, grupos sociales y políticos que intentan organizar e imponer sus normas apoyándose en mayorías y pactos coyunturales. Al otro lado, sujetos de apariencia ultra liberal, (y algunos evidentemente corruptos, Trump es solo un ejemplo), y sus seguidores fervorosos, vociferando en el parlamento ¡Libertad! sin que quede claro libertad para qué y hasta dónde. Recuérdese que el límite de la libertad individual es la libertad y el beneficio/perjuicio de los otros, límite de por sí bastante complejo y polémico.
¿Qué hacer en esta situación? Salir a protestar a la calle ¿contra qué o contra quién? ¿No estamos con ello contribuyendo a la lamentable polarización de nuestras sociedades? ¿Buscar un gran movimiento político de centro conciliatorio? ¿No es eso utópico, cuando ya se ha activado la inercia de los extremos? ¿Qué mago podría sentar a la misma mesa a personajes como Abascal, con sus razones, y a Pablo Iglesias con las suyas? ¿Lavarse entonces las manos con un ‘mi reino no es de este mundo’? ¿Agudizar las contradicciones y elevar la temperatura social hasta que todo salte por los aires?
En este concierto caótico todos buscan dar ‘su información’, con el resultado de una cacofonía de múltiples medios y canales, convertidos en abanderados de un lado y otro, no apelan tanto a los hechos como a las emociones de un público inmerso en lo que se llama ‘posverdad’ o mentira emotiva. Estamos en un siglo de máxima difusión de información, pero también de máxima difusión de noticias distorsionadas y manipuladas; siempre fue así, el Príncipe de Macchiavello lo sabía; solo que ahora el volumen es enorme. Muchos periodistas ya no informan, sino que representan intereses y posiciones políticas. Como bien dijo Marshall McLuhan: ‘el medio es el mensaje’.
En esta ensalada de medios y redes el individuo es fundamental. En primer lugar, porque cualquiera de nosotros busca sobrevivir y dejar las mejores condiciones posibles para los suyos, y ojalá para todos. Y, en segundo lugar, porque el dilema de cualquier sociedad se juega en la consciencia individual. Y es un dilema en cada consciencia entender qué está pasando, y adoptar al respecto una posición sensata y positiva o radical y confrontativa.
Esta polarización dentro de individuos y sociedades se ve reflejada, en último extremo, en los dos mundos actuales, cada vez más polarizados.
El nuestro: libérrima sociedad post moderna, donde cada uno puede hacer de su capa un sayo, crear empresas fantasmas con apoyo bancario, evadir impuestos siguiendo el ejemplo de algún rey, montar tecnológicas mastodónticas capaces de generar terremotos y rupturas de la corteza; en fin, la ‘sociedad de los libres’, donde nadie quiere normas que puedan cuestionar la libertad creativa y empresarial del ser humano. ¿Es éste el demonio que hemos de vencer con nuestras normas de ciudadanos civilmente organizados y ultra-normativos?
Al otro lado de este guirigay: las herméticas sociedades orientales. Tan disciplinadas y normativas aparentan haber vencido al virus, lo cual despierta enormes desconfianzas, ¿lo hicieron realmente?, ¿o son monstruos que produjeron el virus y luego desaparecieron a sus enfermos en cámaras de gas? ¿Es aquello una dictadura ultra-normativa, donde el sujeto no tiene posibilidad de ejercer su libertad sino solo acatar las normas del partido único? ¿Es este el demonio que hemos de vencer los ultra-pasotas?
¿QUÉ FUTURO NOS ESPERA?
Casi gritan algunos. Se agudizan las necesidades de muchísimas personas, las sociedades y los medios se calientan. Comienzo a ver signos de desesperación. Amigos/as de derechas se confiesan deprimidos y se niegan a mirar las noticias. Amigos/as de izquierdas se manifiestan perplejos y se debaten entre la desilusión y un escepticismo creciente. Algunos proclaman que estamos yendo a una dictadura, o que ya estamos en ella, que los comportamientos estarán manipulados por las ondas controladas del 5G, o las consciencias intervenidas a través de internet, por una mega empresa que lo sabe todo, o por un estado omnipotente. En un mundo así el individuo se ve a sí mismo pequeñísimo e inútil. Un mundo donde saltarse las normas tendrá las durísimas consecuencias de los regímenes neofascistas, o la implacable respuesta de las dictaduras comunistas. Sea como sea, por la izquierda o por la derecha, vamos hacia estas mega sociedades, cada vez más complejas y normativas.
Nuestra única posibilidad de libertad está en el desarrollo de la consciencia: consciencia de lo que somos, de cómo y por qué funcionamos como funcionamos, con acceso a conocimiento e información de calidad. Nuestro único futuro pasa por una educación y desarrollo integral, donde la capacidad de diálogo entre diferentes es fundamental. Por lo mismo no es justo que la educación de calidad sea solo para los que pueden pagarla. Un pueblo ignorante, sin una cultura abierta y crítica, sin apoyo social a un humanismo dialogante, es marioneta inevitable del carismático charlatán que se caga en la humanidad en un wáter de oro, o es pelele impotente del jerarca omnipotente, muy sobrio y austero, que se caga en la humanidad sacralizando las normas.
En las sociedades orientales y occidentales hay grandes virtudes e incuestionables defectos, quedarnos con lo mejor de los dos mundos exige que potenciemos nuestra capacidad de diálogo. Y eso pasa por el desarrollo de la consciencia individual, colectiva, y el respeto a la variopinta presencia de lo humano.
Y VUELTA AL CENTRO COMERCIAL
Y termino esta reflexión volviendo a la cola del centro comercial donde la comencé. Llegó desde atrás, caminando atropelladamente y con la mascarilla por debajo de la nariz, un hombre calvo y sonrosado. Evitando al guardia que dispensaba el gel se saltó la cola escurriéndose por debajo de la cinta. Al otro lado de la barrera se encontraba su mujer y la hija quienes, al parecer, ya habían hecho la cola y superado el control sanitario. Dejando su puesto, el guardia se le acercó mientras le recriminaba. El tipo comenzó un alegato en contra de la norma; su hija pequeña, mientras tanto, sonreía nerviosa y avergonzada; la mujer miraba en silencio, como encogida de hombros y sin opinión ante el conflicto. Evidentemente el hombre no quería cumplir las normas. Evidentemente el guardia solo pretendía ejecutar la norma que algún superior le había asignado.
Como no se resolvía el problema y el guardia no le dejaba avanzar, el hombre cogió a mujer e hija para escurrirse los tres por debajo de la cinta y volver así al interior del comercio. El guardia, impotente ante esta situación, sin poder alejarse más de su puesto para correr detrás del transgresor, comenzó a llamar por teléfono al equipo de seguridad ¡que encontraran al prófugo de las normas! Ignoro en que terminó el asunto. Una tienda no es un país, pero vale como modelo.
Recuerdo al ciudadano chino frente a un tanque en la plaza de Tianamen. Recuerdo al ciudadano negro George Floyd, ahogado bajo la rodilla del policía blanco.
Dejo para otra ocasión una reflexión sobre las ‘normas injustas’, porque las hay ¿han de ser obedecidas? ¿Y una norma que sofoca a un individuo pero que beneficia a la mayoría? ¿Y una norma opresiva en contra de una minoría, ha de ser respetada? En una ocasión Jesús rompió la sagrada norma del Sabbath, y fue acusado por los fariseos ultra-normativos. (Marcos 2,23-28). Su respuesta fue: “Las normas por causa del hombre han sido hechas, y no el hombre por causa de las normas. El Hijo del Hombre es señor de las normas”. Y fue acusado de soberbio y de creerse dios, transgresiones muy caras.
Y ahora Trump, supuesto cristiano, en contra del dictamen judicial y la evidencia de las urnas ha decidido tomarse la ley por su mano. ¿Es también más grande que las normas? Peligrosa pretensión, en todo caso. ¿Es esta la política que se nos acerca, el regreso de un pasado dominado por matones?
Me temo que la política del siglo XXI ya se ha convertido en campaña permanente. Y cerrar los ojos a lo que está pasando no es solución. Hacen falta muchos individuos conscientes, que hayan superado el síndrome inmaduro del pasotismo, capaces de ver la esencia de lo humano más allá de cualquier compulsión normativa.
Y finalmente desembarcamos en el individuo, el sujeto de la ley y la norma social, pues hay otra dimensión de las normas que no deberíamos olvidar: el ‘marco normativo interno’ el que modula nuestra personalidad, (el súper-yo del psicoanálisis), desarrollado a través de nuestra infancia y que nos lleva más tarde a reaccionar del modo que caracteriza a nuestra individualidad: ¿equilibrada, neurótica o psicopática? Pero eso será otra reflexión.
Francisco Bontempi
Médico y Psicoterapeuta
ACERCA DE LAS NORMAS