“Como queremos certidumbres no reflexionamos”. Humberto Maturana.
En una escena de ‘El Hombre invisible’, de H.G.Wells, el protagonista se ha quitado las ropas con las que se cubre para ser percibido, desnudo ahora e invisible, camina por una playa mientras solo se ven las pisadas que va dejando en la arena.
En este mundo cambiante, con cuyos procesos estamos en continua transformación ¿hay algo que permanezca? Mi respuesta es sí: la invisible esencia que a todo sostiene y da sustancia; deja tres huellas sobre la arena, huellas que las olas del cambio borran, es cierto, pero que una y otra vez reaparecen sobre la fragilidad de la materia. Consciencia, Belleza y Amor, las tres huellas de la Esencia.
(EN BUSCA DE LA ESENCIA I)
¿CUÁL ES LA ESENCIA DE LO HUMANO?
Hay en nosotros esta sustancia invisible, plástica y flexible, capaz de vestirse de múltiples roles, de adoptar variadas formas, de adaptarse a las situaciones escabrosas de las clases desfavorecidas o de sobrevivir en las farsas protocolarias de las elites. Pero ¿cuál es esta naturaleza esencial del ser humano? ¿Por qué un hombre puede ser antropófago o vegano, un monstruo de egoísmo o la encarnación generosa de quien da la vida por los otros? Sin duda alguna, por la misma razón que el universo ha engendrado vida tan multiforme, y aparentemente contradictoria, como la que habita nuestro planeta; por lo que dejo esta cuestión para una reflexión posterior sobre la biología y sus determinantes.
Concepto de esencia: Etimológicamente esencia viene de una raíz griega que significa ‘ser’. La definición común de esencia es la de ‘aquello que hace que algo sea lo que es’. Aunque esto no significa que ese algo tenga ‘existencia real’, pues nuestras mentes son capaces de crear criaturas imaginarias, unicornios, grifos, serpientes emplumadas (Quetzalcoatl), dioses y demonios, a los que atribuimos una ‘esencia nominal’ en la que se agrupa el conjunto de cualidades adjuntas a esa idea. Desde J. Locke, en filosofía moderna se ha hecho la distinción entre ‘esencia nominal’ y ‘esencia real’. La nominal está referida a lo que se dice y a cómo se conceptualiza algo (real o imaginario); mientras que la ‘esencia real’, es intrínseca a la existencia real de ese algo.
Cuando aquí hablo de esencia me refiero a la ‘esencia real’, un concepto más cercano a su ‘sustrato causal’, a su ‘realidad fundamental’, al noúmeno kantiano de la cosa en sí, ‘eso’ que no se corresponde con las representaciones mentales que nos hacemos de ella.
Es difícil hablar de la esencia sin caer en un abstraccionismo denso, o en una idealización abstrusa. Es más fácil hablar de lo que no es la esencia: no es un muslo de pollo que puedas agarrar con la mano y comértelo; tampoco es una nave interestelar que se desplace como un objeto entre otros objetos; ni una nube de partículas cuánticas en viaje hacia la eternidad; no es una parte de la realidad, ni una dimensión aparte; no es la imaginación de lo que somos o podríamos ser. Pero ‘es’. Si pudieras extraer la esencia de la cebolla … de la cebolla quedaría cualquier cosa menos una cebolla. Hablar de la esencia es como intentar coger una escurridiza anguila con las manos, o atrapar el aire en una red para mariposas. La esencia se resiste a ser confinada en palabras, es inefable, indecible. Cualquier referencia a ella será oblicua, metafórica, apenas una volátil sugerencia. Ella es el hombre invisible de Wells, tiene el mismo índice refractivo que la realidad y resulta invisible en ella (tal como las medusas en el agua) mientras solo vemos sus huellas, sus efectos.
LA BELLEZA
La primera huella suya es la belleza. Algunos han identificado esencia con belleza, pero, si lo hiciera y dijera: ‘la esencia es belleza en sí misma’, diría sin nada decir, porque ¿qué es la belleza? La belleza tampoco se deja atrapar en palabras que tan solo pueden sugerirla: ‘Se me escapó el corazón del pecho, ¡qué bellísimo atardecer!
Puedo citarla con las palabras de Sócrates en ‘Hipias Mayor’, uno de los diálogos de Platón sobre la belleza, donde llega a concluir, tras el largo ensayo, que ni Hipias el sofista, ni Sócrates han podido definirla.
O podemos buscarla en las palabras de Kant: «La belleza es la forma de la finalidad de un objeto en cuanto ésta es percibida sin la representación de un fin», y ¡Jo!, que frase; quizá sabiendo que eso es cierto, pero quedándonos muy fuera y sin gustar el sabor de lo bello.
O podemos medirla en la velocidad bio-eléctrica con que nuestros circuitos neuronales reaccionan ante su contemplación.
O maravillarnos de ella en una obra de arte como ‘Odisea 2001’, de Kubrick.
Puede haber belleza en sonidos e imágenes, pero la belleza va más allá, es algo que necesita de nosotros (o de algo ‘como nosotros’) para existir. La reconocemos por sus efectos, nos sobrecoge, nos expande, nos ilumina, nos hace exclamar ¡cuánta belleza! Y luego el silencio de la pura contemplación.
La belleza necesita de la contemplación para hacerse manifiesta; el filósofo George Santayana afirma que la belleza es una emoción de nuestra naturaleza íntima, y que este placer personal lo devolvemos proyectado sobre el objeto. Que así como en la naturaleza el “color no existe”, sino la longitud de onda que nuestro cerebro luego “pinta” con los colores que reconocemos, igual ocurre con la belleza: cuando experimentamos esa emoción de nuestra naturaleza íntima, la devolvemos como un placer proyectado sobre el objeto en que hemos percibido ciertas relaciones y proporciones. La belleza sería entonces un fenómeno de resonancia entre el objeto contemplado, actuando como un ‘sintonizador’, y un estado de nuestro sistema nervioso central, del contemplador, sintonizado en esa frecuencia de resonancia que llamamos belleza. ¿Es la belleza la pura contemplación de una cierta armonía entre lo que somos y ‘eso’ que llamamos bello? Dejo la pregunta abierta a la reflexión de cada uno.
LA CONSCIENCIA
O podría decir luego que la consciencia es clave de nuestra esencia, lo que es cierto. Pero, con ella ocurre como con la belleza, también resulta inaprensible, solo la conocemos por sus efectos. Y el efecto de la consciencia es darnos cuenta de lo que está ocurriendo; y ‘lo que está ocurriendo dentro de lo que está ocurriendo’; consciencia de que ‘sabemos’ del hecho de existir, y de que existimos: yo estoy aquí, y tú estás allí, donde quiera que estés, pudiendo decir exactamente lo mismo, ‘yo estoy aquí’, comprendiendo que ambos somos seres, voces y consciencia de una Realidad Mayor que nos incluye.
Los neurocientíficos terminan estudiando los efectos de la consciencia (las huellas de una huella), pues la consciencia misma se nos escurre. Dicen muchos psicólogos que: ‘la consciencia ha sido hasta el presente un tema inabordable y molesto para la ciencia’. En su ‘Teoría y propiedades de la consciencia’ G. Edelman afirma que: “El aspecto fenoménico de estas modalidades de la consciencia no puede reproducirse por una explicación; tal como una teoría adecuada de la consciencia no puede proveer a la persona ciega con una experiencia de la rojez. Todos estos factores dan cuenta de la irreductibilidad de la consciencia y del estado subjetivo”. La consciencia entonces, es, antes que nada, la pura experiencia del darse cuenta, el acto consciente en que descubrimos el mundo y a nosotros en él; y con una vuelta más de la reflexión: descubrimos a la consciencia de la consciencia y, eventualmente, las incontables dimensiones que ella permite.
Pero el esfuerzo de la mente humana por comprender la Realidad y comprenderse a sí misma no se detiene con las limitaciones del lenguaje. ¿Quizás nuevos lenguajes logren explicarla? A quien le interese profundizar estas tendencias, encontrará en Daniel Dennett una visión que integra el aporte de varias ciencias nuevas, ciencias cognitivas, teoría computacional, buscando superar las sesgadas descripciones de materialismos e idealismos, gastados ya por sus viejas contradicciones. Y, sin embargo, Dennett termina reconociendo a la consciencia como “quizá el último gran misterio que aún sobrevive, junto con el origen del universo o el origen de la vida” ; y este prodigio inasible de la consciencia está definiendo lo que somos, pues, tal como a un sonámbulo o a un autómata, a un ser humano sin consciencia le falta ‘algo’ y no está completo. Porque somos seres conscientes, aunque no siempre lo seamos.
Por ahora entonces, y quizá para siempre, la esencia de lo humano resulta tan inaprehensible como sus huellas, las tenemos un momento en la arena … y al instante siguiente se han borrado. Y sin embargo ¡las hemos visto!
Sin ese ‘algo’ que nos define esencialmente desaparecen la belleza y la consciencia. Sin consciencia dejamos de ser lo que somos y la realidad misma sin nosotros es ‘otra’. Hay armonía, hay longitud de onda, y hay cuerpos y flujos energéticos, pero no estamos nosotros, ni la consciencia ni la belleza, ni siquiera el color, que nuestros bellísimos y terribles cerebros aportan al universo.
¿Estamos hablando de propiedades de nuestros cerebros? Sí y No. “Sí”, porque sin nuestros cerebros (o algo funcionalmente similar a ellos) se acaba toda posibilidad demostrable de conocimiento. Pero esto es como decir que sin coches de carreras no hay carreras de coches; por eso también la respuesta es “No”: porque nuestros cerebros son uno de los desarrollos orgánicos posibles de la Realidad Mayúscula que les ha engendrado, que les alimenta y sostiene, y a ella he de referirme entonces como generatriz original del fenómeno manifiesto al darnos cuenta. Del mismo modo que, siendo una propiedad del ordenador la de realizar operaciones a velocidad sobrehumana, el chip de silicio, nacido de un complejo proceso de descubrimientos y tecnologías, refiere y sostiene sus logros en su origen humano.
¿Qué esencia es ésta que deja huellas tan hermosas, tan delicadas como la consciencia y tan plenas como el amor? Nuestra ‘esencia individual y de especie’, arraigada directamente en la ‘esencia de la Realidad’, es el fundamento que sostiene a la consciencia, del que nace la belleza y se crea el amor.
Y EL AMOR, LA GRAN HUELLA
Así como el artista es un cazador de la belleza que materializa, el filósofo un buscador de la verdad, el científico un conocedor del método con que explora la realidad, y el meditadorun contemplador de la esencia, el místico es el amante enamorado de ‘la esencia que nos hace ser lo que somos’; y su camino fundamentalmente es el amor. Pero el amor también es clave y motivación del artista, del filósofo, del científico y del meditador: amor a la belleza, amor a la verdad, amor al conocimiento, amor que finalmente es expresión y clave de la esencia.
El amor es algo vivo, dinamismo, movimiento, se resiste a estar confinado, se sale del pecho por los brazos, busca abrazar y expandirse. El amor es una fuerza tanto expansiva como inclusiva, un ‘atractor’ que llama hacia sí y reúne consigo. El amor es sístole y diástole, es expansión y contracción, y es más que la suma de estos dos movimientos, es la esencia presente en ellos. El amor es la esencia presente en todas las facetas de una contradicción. Es la fuerza unificadora que está en el origen del movimiento expansivo, pero el amor también es el lejano objeto hacia el que el movimiento expansivo se dirige. El amor ya nos estaba esperando en la meta, tal como nos estaba despidiendo en la partida. El amor es la simultaneidad de todas las polaridades, se hace manifiesto en la belleza del equilibrio, en el movimiento y la armonía. Pero también la fealdad se desnuda en el amor, y enseña compasión y una perfección que la trasciende. El amor puede ser muy contradictorio en sus apariencias, nos puede llevar tanto a la generosidad máxima, dar la vida por amor a los otros, como al egoísmo más extremo; pues ese egoísmo, vestido incluso de odio, también ocurre por amor a la enferma ilusión del ego que creemos ser, e ignorancia de la inmensidad que nos incluye.
Y este amor que evoco no tiene pretensiones antropocéntricas, pues lo que llamamos máxima expresión del amor, dar la vida por los demás, lo hacen también muchos animales. Los gorilas del centro de Africa, por ejemplo, con quiénes convivió Diane Fossey en las montañas Virunga, son primates nobles y vegetarianos, normalmente no agresivos, cuyos líderes dan la vida por defender al clan; siguiendo su ejemplo, Fossey murió asesinada por cazadores furtivos mientras intentaba salvarles de la extinción. Tuve la fortuna de viajar hasta ese lugar, cuna de homínidos, y en esas montañas aprendí a quedarme muy quieto, para que el enorme gorila pasará a mi lado como si yo no existiera; y sin embargo el gorila sabía que yo estaba allí, y yo sabía que él pasaba rozándome la piel; y si ambos lo sabíamos es porque ambos éramos, en ese instante al menos, seres dotados de consciencia.
La esencia de lo humano nos permite maravillarnos de ser: seres en medio de esta realidad portentosa, donde nace lo que somos y se renueva, en cambio continuo, lo que es; realidad cuajada de estrellas y soles en combustión, tierras magmáticamente vivas y la insondable profundidad cuyas orillas escapan totalmente a nuestra razón.
EL ENCUENTRO Y UN CUENTO
El terreno donde más evidente se hace la esencia y mejor florecen estas tres gracias es el encuentro real entre dos seres, encuentro no actuado ni fingido, pues el amor, la belleza y la consciencia también se pueden actuar, sobreactuar y fingir. Cuando dos amigos/as o amantes, seres esencialmente impregnados de consciencia, belleza y amor, se encuentran, es el amor inmenso y resonante que a ambos sostiene lo que se pone en evidencia. El encuentro a veces solo dura un segundo, mas, si ese segundo es verdadero, allí está todo. Y eso es pura esencia.
El Peradam, un cuento: “Éramos varios niños buscando piedras de colores en una inmensa playa; pero absortos en nuestra búsqueda no sabíamos unos de otros. Piedrecillas multicolores, batidas y alisadas una y otra vez por los lengüetazos del mar, ráfagas del sal y espuma entrando una y otra vez entre las piedrecillas para hacerlas cantar. La mayor parte de ellas eran opacas, pero algunas, valiosas y excepcionales, eran luminosas como una joya. Eso buscábamos.
El mar te entraba por los oídos y su resonancia abrumadora te convertía en playa con miles de guisantes de colores. Los guijarros rodando unos sobre otros bajo los lametones de las olas, efecto hipnótico en los cerebros quemados por el sol de los pequeños buscadores de tesoros.
Entonces, en medio de la multitud apareció esa piedra luminosa, magnética, embrujadora. Parecía gritarme allí entre todas, ¡cógeme! y me agaché a recogerla. Pero lo que encontré sobre mi mano fue la mano de otra buscadora de joyas: ambos la habíamos descubierto al mismo tiempo. Cuando levantamos los ojos … en mis ojos estaban sus ojos, convertidos también en esa enorme playa de guijarros de colores; y en los suyos, seguro, estaban mis ojos; pues ambos supimos, al reírnos, que la joya no era la piedra luminosa y transparente sino los ojos que contemplábamos”.
A esta piedra especial René Daumal (poeta francés y discípulo de Gurdjieff) la llamo ‘peradam’. Para encontrar un peradam hace falta que dos buscadores la encuentren al mismo tiempo. Hay cosas que uno jamás podrá conseguir solo. Encontrar una piedra de estas nos indica el camino del paraíso. Y no hay paraíso sin la plenitud de la esencia, manifestándose como consciencia, amor y belleza.
“Juzga a la polilla por la belleza de su candela.
Este sol invisible está en la raíz de mi mirada.
La esencia inteligente de lo que en todas partes estoy viendo”.
(Rumi, sabio y místico sufí)
Francisco Bontempi
Médico y Psicoterapeuta
LAS TRES HUELLAS DE LA ESENCIA