LAS MASCARILLAS DEL PARAÍSO
Cuenta esa historia que algunos llamaron sagrada, otros palabra de Dios, algunos mito fundamental, y otros un cuento más, que había un paraíso en la tierra donde vivíamos tan desnudos como nacimos.
Cuando nos dimos cuenta de nosotros mismos y de nuestra mortalidad experimentamos un escalofrío de miedo y cogimos de taparrabo a una hoja de parra. La primera mascarilla entonces no estuvo precisamente en la boca, pero fue muy efectiva para separarnos de dios, del paraíso y de nosotros mismos. El sexo, con sus urgencias diarias o mensuales, desapareció de nuestros ojos sustituido por la flamante obsesión de no morir. Y así pertrechados comenzamos a recorrer la tierra en busca de la vida eterna. Recorrimos ríos, trepamos montañas, cruzamos cordilleras y desiertos, atravesamos mares, y cada vez mejor vestidos y protegidos del escalofrío de la muerte, fuimos enterrando a la vieja Natura debajo de la nueva Cultura. Nos cubrimos con pinturas y pieles, con telas tejidas de lana y lino, con plásticos inteligentes, e incluso con armaduras de hierro; y todo para no morir.
Conquistamos la tierra desde los hielos polares hasta el torrido ecuador; y alargamos la vida bastante, aunque nunca lo suficiente, pues seguíamos muriendo, a pesar de nuestra mejor ciencia. Y entonces, ya en plena época tecnológica, vinieron las pestes. Poco nos quedaba por cubrir, las piernas y los muslos habían prácticamente desaparecido, nuestras complejas zapateras ocultaban totalmente los pies, las caderas y el sexo, por supuesto, habían sido relegadas ya hacía mucho a la oscuridad de la noche, y el pecho con sus glándulas y los brazos, rara vez aparecían destapados con la desnuda marca del creador a la vista.
Cada individuo vivía literalmente encerrado dentro de su cápsula egolástica, configurada con talla, moda y gusto propio, lejos de dios, lejos del paraíso, separado de los otros y lejos de si mismo; y estresado, además, por un continuo miedo a morir, pues la consciencia de la mortalidad había crecido hasta magnitudes obsesivas y mucho más allá de lo que jamás ocurrió en cualquier especie conocida.
Hasta que vino la peste. ¡Que viene la peste! gritaban todos, ¡Y viene por el aire, la muerte es contagiosa y nos la pegan los demás!
Solo nos quedaba la cara por cubrir, entonces, como creadas por el más fabuloso de los sastres, comenzaron a proliferar las mascarillas. Aparecieron mascarillas de todo tipo, tejido, color y confección. La hoja de parra había llegado a la boca, y Adán y Eva, temblando aún con su atávico miedo a morir, escondían todos los agujeros corporales por dónde pudiera entrar la plaga. Hasta los ojos se taparon con gafas especiales.
Y ya no se tocaron ni se olieron ni se miraron. Y cuando se tocaron solo rozaban con sus manos enguantadas la funda que ocultaba al cuerpo del otro. Y cuando se olieron lo que olían era el desodorante antiséptico que alguien compro y vendió junto con el disfraz. Y cuando se miraron ya no vieron, ni las señas de dios ni las huellas de la vida, ni el portento de la naturaleza, sino los colores de la moda, el sombrero, la mascarilla y los zapatos, con los hábitos automáticos de la apariencia.
Y cuando llegó la generación de la eficacia archivaron todas las variantes absurdas y exageradas de esas modas, sustituidas ahora por la novísima ‘escafandra integral y biofit’, con filtro y climatizador integrado, ergonomía pura, máxima privacidad, absoluta comodidad para quitarse y ponerse el traje de buzo, segunda piel que nos permite ahora sobrevivir en un mundo totalmente contaminado. Y así nos protegíamos una vez más de la vieja muerte; aunque, si bien conseguíamos alargar la vida un poco más, seguíamos muriendo.
Y entonces, cuando el aire de la tierra se hizo irrespirable, cuando las aguas de ríos y mares ya no servían sin una compleja depuración, convencidos que el paraíso terrenal definitivamente no estaba sobre el agotado planeta, provistos de nuestro «Chimp-matic-biofit-pro» de última generación, nos lanzamos a los abismos del espacio profundo en busca del paraíso perdido. Y aunque dentro de nuestros ambientes encapsulados alargamos bastante la vida, seguimos siendo lo que siempre fuimos, aquellos viejos seres, inevitablemente mortales.
Ay Paraíso Desnudo de Dios, de los otros y de nosotros mismos, ¿dónde te fuiste a esconder?
La vida, para ser eterna, necesita de la muerte.
P. Francisco Bontempi
LAS MASCARILLAS DEL PARAÍSO