“La guerra existirá hasta ese lejano día en que el objetor de consciencia goce de la misma reputación y prestigio que el guerrero de la actualidad”
John F. Kennedy.
EL DUELO INTERMINABLE
«Ambos comenzamos a caminar, muy lentamente. Cada paso es un tanteo interminable del otro y de mí mismo. Quiero entender que pasa. El viene hacia mí y está solo. Entiendo que sus compañeros están a mi espalda, son esos que yo intento evitar. Él está perdido y los busca. Y yo necesito ir más allá de él para encontrarme con los míos. Pero no sé cómo evitarlo, ya me ha visto. Cada paso dura una eternidad y no hay otro camino. No puedo retroceder y él tampoco.
Calibramos ambos a cámara lenta esta situación insoportable. Ya estamos a cinco metros de distancia. Distingo los detalles de su uniforme, las granadas en el cinto, el fusil en las manos que no atina a levantar. Es tan joven como yo. A tres metros de distancia veo el vapor que sale de sus narices. Respira muy rápido, mi ansiedad es la misma, el corazón se me sale por la boca, la tengo horriblemente seca. Ninguno ha disparado. Intento transmitirle que no lo voy a matar. Yo no quiero matarlo. Y él quizás tampoco va a disparar. No quiero matarlo. Yo no quiero matarlo. Quiero decirle que soy un hombre de paz, que soy cristiano, que mi país es de gente pacífica, que odio esta guerra. A metro y medio la situación no se aguanta. Quiero gritar, pero estoy paralizado.
Parece un duelo de mil años. Creo que él tampoco me quiere disparar. Ya casi nos rozamos, solo nos separa el ancho del sendero. Nos hemos apartado todo lo posible hacia los bordes opuestos. Ambos queremos salir de este atasco y salvar la vida. Ya estamos a la misma altura. Nos hemos detenido. Nos miramos a los ojos buscando desentrañar la situación que nos atrapa. Él no dispara. Dios mío, estoy seguro que no va a disparar, es un hombre bueno, lo he visto en sus ojos. Seguro que él también me ha visto. Él sabrá que soy un hombre bueno. Lo ha comprendido, que soy bueno. Yo tampoco quiero dispararle. Todos los hombres somos hermanos, alguna vez lo cantamos en mi iglesia. Nos estamos cruzando en este sendero emboscado, parece que nos abrimos a dejar el paso libre, que podremos seguir hacia dónde íbamos. Comenzamos muy lentamente a separarnos; pero no dejamos de mirarnos.
Le he dejado pasar y él también me ha dado paso. Ahora avanzamos retrocediendo. Magnetizados el uno por el otro, con la tensión puesta en el más mínimo gesto de la mano y el brazo enemigo. Nos estamos apartando sin dejar de mirarnos. Retrocedemos de espaldas, sin dejar de mirarnos. Arrastramos estas botas de lodo que pesan un mundo. Él debe estar viendo lo mismo que yo veo. Siento una especie de alivio. Ya nos hemos cruzado. Y no nos hemos disparado. Uf, estoy empapado en sudor. Creo que hemos comprendido lo mismo. Hicimos un pacto que nos quema sin fuego. Ninguno ha querido matar. Dios es grande. Escucho el golpe ensordecedor del corazón en mis oídos. No sé cómo lo hicimos, fue sin palabras, acordamos no disparar. Ya hay cuatro metros de distancia; ahora cada uno podrá volver a casa. Se está terminando está maldita guerra. Ahora son cinco metros.
Y entonces, con la barriga apretada y el corazón a 200 por segundo, quizá con el alivio de no haberle matado, o que él no me haya disparado, se me ocurre decirle que todos los hombres somos hermanos. ‘Hermano’, le digo, ‘todos los hombres somos hermanos’. Estamos a cinco metros de distancia. Me doy cuenta lo extraña que suena mi voz, es ronca y áspera por la saliva empastada. Le digo en mi lengua lo que escuché en la iglesia infantil, que todos los hombres somos brother. Pero ese soldado no habla mi idioma, mi voz le habrá sonado como un gruñido amenazante. A mí mismo me ha chocado, lo que he dicho suena a muerte, es pura adrenalina pastosa. Nada más decirlo he dejado de creérmelo. ¿Hermano? si más bien suena a disparo. ¿Qué distancia espantosa hay entre las dulces intenciones de la mente y la ácida realidad qué transmiten voz y cuerpo? La voz ha sonado alarmada, la alarma es miedo y el miedo es amenazante y agresivo. ‘Hermano’ ha sonado como un bufido que el otro no puede entender. ¿Acaso no sabe que me estoy cagando de miedo?
¿Breetrrman? Ahora habla él ¿Qué me está diciendo? Tampoco entiendo el significado de su voz, aguda como silbido de serpiente. Serpiente. Enemigo. Creo que el otro se ha decidido y me va a disparar. ¿Hermano? Él pregunta de nuevo. ¿Breetrrman? No entiende lo que yo he dicho. Ambos nos hemos detenido. Se acabó el camino a casa. Esto es la guerra. Su voz me suena extraña y no entiendo su pregunta. Creo que su brazo tenso se está levantando, el fusil. Me va a disparar. Es vida o muerte. Yo disparo primero, entonces. Una vez; y otro tiro más, muy rápido; y otro más, confirmando el estallido rojo en su pecho. Se está doblando con una mirada de extrañeza, dolor y miseria. Ni siquiera hizo por apretar el gatillo. Fui yo. Entonces lo entendí, estaba tan agarrotado de miedo como yo; él no quería matarme. Yo no quería matarlo. Está cayendo hacia delante con el horror de la muerte y la traición en sus ojos. Estúpida confusión de lenguas. Maldita guerra. He matado a mi hermano.
Una y otra vez recorro los diez metros de este horrible duelo. Me presenté voluntario para salvar la Patria. ¡La Patria está en peligro! decían todos, radio, televisión y periódicos; era un zumbido continuo. ¿Cómo decirle a la Patria que no? La Patria se sostiene con la sangre de sus héroes. Yo vine a salvarla, pero ¿a qué vinieron los otros? ¿No tenían acaso una patria que salvar? Quiero pensar que yo no sabía si él iba a disparar. ¿Cómo podía saberlo? Mis padres me consolaron. El capellán me dio su apoyo espiritual. Que la guerra es así, injusta y cruel. Que causa daños que nadie ha querido. Que todos nos equivocamos. Que el otro podía disparar primero. Pero no me consuela saberlo. Está claro que yo no sabía lo que él haría. Él también pudo disparar. Pero en el fondo sé que no quería hacerlo. Hicimos un pacto para sobrevivir ambos. Yo no quería matarlo. Lo maté cuando le estaba diciendo, como un imbécil, ‘que todos somos hermanos’. Habíamos pasado el peor momento, y ninguno había disparado. Yo sabía que él no me iba a disparar. Él confiaba en mí. ¿Por qué no tiramos las armas? pero ¿quién las suelta primero? Porque yo tenía miedo, y cuando uno tiene miedo no tira las armas, se aferra a ellas y dispara primero. Cualquiera lo sabe. Toda guerra es traición. Ya no me puedo engañar.
Tengo pesadillas y no puedo quitar de mis fibras esta tensión. Una y otra noche retrocedo por ese sendero con el fusil en la mano. Y mi ridícula voz de falsete proclamando que todos somos hermanos. Y mi disparo al instante siguiente. Porque el que pestañea pierde. Y el que piensa demasiado antes de matar termina muerto. Pertenezco a la tribu de los triunfadores y estoy enfermo de asco. Soy un clon perfecto del país que acuñó mis reflejos, miles de películas de malos muy malos, y de buenos e implacables justicieros. El bien triunfa con una pistola humeante en la mano. Alguien me dijo que el final de la historia era una gran batalla. Pero yo ya la conozco, en la guerra nadie gana.
He pedido perdón mil veces. He confesado mi culpa en todos los lugares donde estuve. Que dios me perdone. Yo maté a un inocente a traición; porque el miedo es traidor, porque las guerras honorables, si es que alguna vez existieron, se han extinguido todas.
Acabó la guerra y volví a mi pueblo. Algunos dijeron que estaba raro, otros que estaba loco, y los más buenos que sufría estrés postraumático. Así me trataron los psicólogos del ejército, normalizando el horror, tomando ansiolíticos y recomendándome paciencia, sugiriéndome consuelo espiritual y esfuerzo por recuperar la fe. Que Dios es grande, el capellán le llamó ‘Señor de los Ejércitos’, que solo Dios sabe lo que no entendemos, me dijo; que la madre Patria nos llama y necesita, que los hombres dan la vida por ella, que ella alimenta a nuestros hijos, que es honorable matar y morir por dios y la patria.
Pero yo sí sé. Yo fui un rifle engrasado para matar sin pensar. Me convertí en un fantasma viviendo en las ruinas de mí mismo. No hay heroísmo que me consuele de esta miseria. Soy la mala conciencia de mi país, no valgo nada. Cuando muera abrazaré a mi hermano, y las balas no nos harán daño. Ahora soy pacifista, mis amigos se burlan y dicen que soy un cobarde, que no entiendo la historia, que los malos siguen atacando, que la guerra continúa”.
Francisco Bontempi
Médico y Psicoterapeuta
(Este relato lo escribí hace años a raíz de un paciente que tuve; sobreviviente de la guerra civil, vivió con la herida incurable de haber matado. No fue para esta guerra, aunque también vale, pues en el fondo, todas son parte del mismo drama.)
EL DUELO INTERMINABLE