“Las grandes mentes tienen objetivos, las demás deseos” dijo Washigton Irving, autor de ‘Cuentos de la Alhambra’. Sin embargo, evolucionar más allá del deseo en sociedades tan mercantilizadas como la nuestra es francamente difícil. Para algunos el deseo lo impregna todo, desde la cuna deseosa del biberón hasta el deseo de sedación final. Para otros, más que impregnar, el deseo es el motor que nos impulsa: desde el deseo de la salvación eterna hasta al deseo de una hamburguesa.
Dos libros interesantes para quien quiera explorar el tema: “La evolución del deseo”, de David Buss, profundiza en la elección de pareja movida por la variedad del deseo bio-social. En “Las arquitecturas del deseo”, J.A. Marina hace una interesante reflexión acerca de la omnipresencia del deseo como fuerza de evolución individual y colectiva. En contra de lo que muchos puedan pensar ‘el deseo no es malo’, sino una fuerza de la naturaleza que algunos saben canalizar, y que a otros les supone una forma de esclavitud. Vale la pena entonces reflexionar sobre la dinámica de los deseos.
Para satisfacer nuestros “deseos convertidos en proyectos de vida”, aprendimos desde pequeños, a “luchar por nuestros sueños”. Las imágenes publicitarias de la “buena vida” están asociadas a la satisfacción de los deseos: pregúntale si no a reyes, jerarcas y sultanes expertos en autosatisfacción. La economía misma se mueve impulsada por nuestros deseos. Si quieres un coche nuevo necesitas trabajar más. Si quieres ligar con una rica necesitas ese coche. Si quieres que tu empresa suba en bolsa contratas y pagas un equipo de eficaces tiburones.
EL MERCADO
El “mercado” es la plaza fuerte de nuestras naciones, el lugar donde circulan y se intercambian deseos de todo tipo. En la antigüedad era solo “la calle del mercado”, pues la sociedad se movía por valores más amplios que la compraventa. Pero hoy el mercado es monstruoso, una especie de Frankenstein, trajeado con las cicatrices de sus interminables incorporaciones que lo ha engullido todo.
Ya no es el viejo “mercado de alimentos”, ahora es un “mercado de bienes”, hasta el agua que algún día manaba en la fuente del pueblo hoy se compra y se vende; algunos creen que llegará el día en que el aire que respiramos también se venderá envasado. (La película “Desafío Total” trasladó ese drama a Marte). Los actos humanos también se tasan en un “mercado de servicios”: el viejo y generoso arte/ciencia de la medicina, la educación y el alma de los antiguos maestros, están hoy industrializadas en empresas que contratan y venden actos automatizados, sometidos al estrés del rendimiento mercantil. En el “mercado laboral” se compra, vende o alquila fuerza laboral; allí todo está tasado, y lo que abunda es lo más barato: la pobreza y la basura que el mercado expulsa fuera de sus muros.
El mercado determina cuánto valen las cosas y las personas, tasación impúdica y tan normalizada que no escandaliza, como en la naturalidad de un domingo cualquiera en la antigua plaza de Jamaica: entre la misa y la subasta de esclavos. ¿Cuánto vale hoy un “sin papeles”? ¿Y cuánto valen las vidas sacrificadas para liberar tierra y crear inversiones de post guerra? Desagradable cuestión, todo está monetizado y, al parecer, sin alternativa. Dada su enorme capacidad maquinal para enrolar y disciplinar libremente a los deseos individuales, todo el mundo se ha parapetado bajo el paraguas enorme e impersonal del terrible “mercado de capitales”.
FORMAS DE COMPRAR Y VENDER
El antiguo “trueque”, yo te doy algo a cambio de otra cosa, casi no se usa. El gran intermediario es el dinero. Hoy se compra “al contado”, o con las modalidades del “pago aplazado”. En este último caso hay tres variantes: la “compra aplazada”, la “venta a crédito” y el “leasing”.
Descubrí el “pago aplazado” con la publicidad de una funeraria: te vende tu propio funeral pagando una cuota mensual que adelantas a esa empresa para que, el día de tu muerte, se encargue de gestionar los costos del evento. Es una forma de “compra aplazada” en la que el objeto comprado no lo recibes al comienzo, sino al final de la transacción.
Otra forma es la “compra/venta a crédito”: en esta modalidad pagas una cuota de entrada y recibes inmediatamente el objeto comprado: lo puedes usar, aunque legalmente no sea tuyo. Seguirás pagando cuotas periódicas hasta satisfacer su precio. En un mundo donde ‘alquilar dinero’ es el gran negocio de bancos y prestamistas, gran parte de la población vive hipotecada, pagando créditos cuyos intereses engordan al pez gordo. Comprar a crédito es parecido a “alquilar” un producto: lo usas mientras lo pagas, pero solo al final será tuyo.
El “leasing” es similar, también pagas cuotas por usar algo que no es tuyo. Formalmente esta planteado como un alquiler con derecho a compra; adquiriéndolo al final, si quieres, mediante el pago de la diferencia.
EL OTRO COMO OBJETO DE DESEO
En este mercado omnipresente que organiza y define los destinos, el ser humano mismo, se ha convertido en “objeto de deseo, transacción y precio”. Y el amor deseable, en objeto de compra/venta. Y esto tampoco es nuevo, solo que ahora todo se ofrece en el escaparate de internet. Hombres y mujeres siempre fueron objetos transables. Hay mujeres deseables y hombres que las desean. Hay hombres que mueven pasiones y coleccionan muchos likes. Los líderes o lideresas son objeto de deseo, se fabrican y promocionan. Las compañías de seguros saben que todo ser humano tiene un precio; y el precio varía según su cotización en el mercado.
Más allá del mercado de las cosas y el valor del seguro personal existe un complejo “mercado de los afectos personales”. No quiero llamarlo “mercado de almas” para que nadie se sienta arrastrado al mundo que Dante Alighieri, el genial autor de “La Divina Comedia”, describía hace siglos. El arte moderno sigue denunciando “vidas que se compran y venden”, películas y series de realezas podridas, contubernios políticos y comerciales. Para quien quiera verlo el mercado de los deseos ocurre delante de nuestras narices y, sin embargo, parecemos extrañamente inmunizados e insensibles, quizás porque hemos sido conducidos a pensar que “no hay alternativa”.
En los mercados del corazón, las emociones y pasiones, los sufrimientos y deseos, engranados todos a la biología más ancestral e inconsciente, se convierten en el civilizado negocio de ser ciudadanos en busca de satisfacción, felicidad o simplemente amor. Los sujetos transan su valor, estiman la intensidad de sus deseos y realizan sus intercambios de: “yo te doy tú me das”. Y como estamos deslumbrados por nuestros juegos personales y el brillante barniz de la civilización tecnológica no nos damos cuenta del miserable valor al que reducimos nuestra existencia. ¿Mientras más somos, menos valemos?
COMPRA VENTA DE AFECTOS
También hay formas de comprar y vender afectos. Las modalidades de compra de un bien son aplicables a las relaciones personales. Puesto que todos tenemos hormonas e instinto de acercamiento, de acoplamiento o contacto, todos somos, potencialmente al menos, objeto de deseo para algún otro ser. Y el mercado de los deseos es complejo, como complejos somos los seres humanos y la gama de sentimientos que etiquetamos como “amor”.
Las relaciones en la antigüedad eran transacciones: las familias reales negociaban los beneficios de una unión casando a sus hijos con sus hijas; las familias corrientes pactaban dotes, a veces aplazadas, a veces a crédito. En otros lugares se compraban esposas. La misma virgen María fue una niña concedida en matrimonio al viejo carpintero, por una dote conveniente.
Las costumbres no siempre se extinguen, antes suelen experimentar mutaciones. En nuestras sociedades individualistas el “individuo es libre y dueño de sus emociones”, la libertad individual parece predominar sobre los antiguos intereses familiares. Pero los sentimientos, “aparentemente libres” continúan sometidos, con frecuencia, a los intereses del mercado. Quizá sin ser conscientes de estos precios y transacciones, hoy se paga tanto como ayer, aunque de otro modo. Mujeres y hombres siguen ofertándose en promesas a plazo o ventas a crédito. Los juegos de seducción existirán mientras exista nuestra especie. El tipo seductor es así: ofrece algo a cambio de algo que desea. Los reclamos en red ‘ofrecen’ un producto humano, o sugieren un pago al que se está dispuesto: “Necesito”, “Quiero” “Deseo o busco”. Pero ¿cómo ‘vender’ o colocar el valor de lo que creo ser? ¿Cómo ‘adquirir’ lo que deseo? ¿El encuentro de la ‘demanda exacta’ con la ‘oferta adecuada’ hacen el ‘negocio perfecto’? ¿Está en el negocio perfecto la satisfacción del deseo? ¿Es posible mirar los asuntos del amor como un negocio?
AMOR DE PAGO APLAZADO
En las relaciones íntimas se pide y ofrece, se da y se toma. Hay mujeres y hombres que se ofrecen a sí mismos como una “promesa aplazada”: —Demuéstrame que me quieres (y paga las cuotas que lo confirman)… que al final yo te entregaré la dulce flor de mi ser— Pero esa promesa de entrega, de amor completo y plenitud quizás nunca llegue a cumplirse del todo; quizá la relación derive en el automatismo de un toma y daca, donde uno paga la cuota pactada y el otro renueva su garantía de que todo sigue en orden, de que no hay ruptura ni divorcio, sino la mera y leal prolongación del statu quo. En esta modalidad de relación “se ofreció una entrega” (pues el amor es entrega), que no siempre el sujeto estuvo en condiciones de cumplir. Las “buenas intenciones” fueron más la ‘publicidad ofrecida’ que la realidad amatoria de un sujeto limitado.
En mi trabajo, he conocido a muchas parejas enganchadas por las promesas tácitas o explícitas de la seducción primera (la fase romántica), intentando adaptarlas a una realidad que resultó luego diferente. Mientras que otros guardaron silenciosamente sus esperanzas en el cajón de las frustraciones sin remedio, y ‘siguieron adelante’, justificando con argumentos el ‘negocio’ de sus decisiones.
Otros dijeron: —Ya dejamos atrás las ilusiones adolescentes, nuestro amor ahora es pragmático y “funcionamos bien”—. Pero también están aquellos que nunca se consolaron: —Yo creía que las cosas entre nosotros serían diferentes, y me duele mi error: pues se ha repetido la historia de mis padres.
Muchas de estas relaciones se convierten en una larga serie de reproches que periódicamente explotan; cada uno culpa al otro de haber prometido algo que en realidad no está ocurriendo. Pero como fue un negocio en que ambas partes pensaron sacar el mayor beneficio con la menor inversión, ambas partes terminan por callar y comerse a solas su frustración. Aunque no siempre, pues a veces ocurre que una de las partes que cree haber jugado con ‘intenciones limpias’, se siente libre para recriminar al otro: —Tú me has fallado— lo que a veces provocó la dolorosa respuesta de: —Realmente nunca me has dado lo que yo quería. Un viejo refrán afirma que: “el deseo se mueve traicionero en la oscuridad de la inconsciencia”.
La promesa aplazada del “objeto de deseo” suele acarrear frustraciones y arrepentimientos en mitad del largo pago, consecuencia lógica de haber tirado mucho por la borda sin conseguir el premio que inicialmente se ha deseado. ¿Seguir pagando cuotas para obtener algo al final? La “compra aplazada” dice que —Hasta no haber pagado todas las cuotas no serás mía/o—, pero quizá aquello, la ‘entrega total que el amor añora’, nunca llegue a ocurrir por la incapacidad de las partes en pugna. O quizá, como en el caso de la funeraria, la inversión de una vida ‘comprada a cuotas’ se salde finalmente a la hora de la muerte. Alguna historia dolorosa he conocido de este tipo: ‘Y a la hora de la muerte se pidieron perdón y confesaron sus engaños’.
AMOR A CRÉDITO
Tanto el “amor de la compra aplazada” como las relaciones de “compra a crédito” pueden terminar en frustración. Hay hombres seductores que adquieren la mujer mediante crédito: —Yo te doy una pequeña cuota inicial, de cariño, regalo, dinero o lo que sea que a ti te interese, y tú me entregas completa ‘la fruta de tu ser’, tu voluntad, y a veces hasta el nombre. —Yo te doy algo para que tú me lo des todo, —parece describir un buen negocio.
Igualmente, la mujer seductora ofrece sus dones a cambio de la entrega requerida, generalmente patrimonial. En el modelo patriarcal, vigente aún en muchos lugares, el hombre detenta el patrimonio, o la capacidad de trabajo con que compra la entrega de una mujer; mientras que el valor más encomiable de aquella suele ser la pureza genital. Clásicamente la mujer entregaba sexo, y el hombre, patrimonio. Este tipo de intercambio ha garantizado que los hijos/as sean del padre y estén inscritos con su nombre: —Ella me dio un hijo yo le di un nombre— El mercantilismo genital de sexo por patrimonio sigue existiendo en la prostitución: compra-venta también, o más bien alquiler. En la monogamia, una forma del mercado social que no siempre existió (Moisés, por ejemplo, tenía varias esposas), se ha exigido la entrega exclusiva del genital femenino, pero no así la fidelidad del hombre, cuya vulnerabilidad hormonal ya se daba por descontada. Las infidelidades ostentosas de nuestro rey emérito y la casta fidelidad de la reina sufriente confirman esta herencia clásica. (Sería otro artículo observar la evolución del tema en la generación siguiente).
¿Qué compran y venden (hombres y mujeres de hoy) con la entrega que han ofrecido? ¿Sexo? ¿El placer de un buen rato? ¿Posición social? ¿Un heredero, un linaje? ¿Simplemente patrimonio? ¿Una renta? ¿Compañía? ¿Simplemente amor? Para que el negocio funcione han de estar equilibrados ofertas y deseos. Si los padres observan que su hijo de clase alta se ha enrollado con la sirvienta dirán que aquella lo está ‘calentando por dinero’.
El problema en esta modalidad de “compra a crédito” es la “devolución”, pues, una vez que has probado el sabor de lo que el otro es … quizás decidas cancelar el contrato y lo devuelvas a la tienda parcialmente usado. Y hoy el divorcio es un derecho. En las sociedades tiránicas del pasado las uniones conyugales eran para toda la vida, no había devolución; pero en el mercado de hoy las grandes superficies aceptan devoluciones; se las acepta porque hay mucha producción y la consigna es vender y vender. También hay mucha “oferta” en el moderno mercado de las relaciones: las personas se han convertido en dulces manjares que se prueban, pagando una pequeña cuota, para ser luego abandonadas sin mayor sobre coste. En este mercado abierto el antiguo Juan Tenorio está en su salsa: el juego de la seducción consiste en ofrecer algo, tomar la recompensa, romper el trato, y escapar. ¿Y si ambos juegan a lo mismo? Entonces todo está bien, ya no se trata de amor ni de ilusiones, solo un juego de equívocos recíprocos. La filosofía del libre mercado también ha colonizado las relaciones.
MERCADEO HÍBRIDO Y MALENTENDIDOS
Mas allá del mercadeo de personajes que se ofrecen, se compran y se venden, está la cuestión profunda del amor. ¿Es este el fondo del drama humano? Las uniones son mucho más complejas y están movidas por mucho más que el mero deseo sexual. “Te dije amor y quería decir sexo”, o al revés, “te dije sexo y quería decir amor”. Hasta los monstruos sueñan con amor, quizá por eso Hitler se casó con Eva Braun antes de morir. Las motivaciones humanas son complejas: sexo y placer, confort y conveniencia, reciprocidades económicas y ambiciones, sentimientos (desde la gratitud a la culpa), razones y argumentos, afinidades, e incluso desacuerdos, son algunos de los factores en la compleja ecuación del amor.
Con las fichas de su deseo, con los condicionantes marcados en el personaje caracterial que cada uno haya desarrollado, juegan unos y otros en el “gran mercado de las relaciones y los afectos”. Cada uno sabrá, en el fondo, si el negocio valió la pena. O si el deseo fue inalcanzable y se diluyó en el conformismo del “peor es nada”. O si el final de la relación fue el premio de un cierto poder sobre otro. Cada uno sabrá qué fue del “amor verdadero”, su historia real, y no tanto el amor conceptual, de discursos, palabras, promesas y apariencias.
Profundizar en la experiencia del amor, (descifrar la naturaleza íntima de algo que es más que sentimiento, pensamiento o mero reflejo corporal), es el gran desafío. Para llegar a eso lo primero es desmontar los mitos del amor; y luego superar los avatares del mercadeo de los afectos. La clave es la “consciencia del amor real”.
Cuando pensamos en amor pensamos en “algo” que podemos dar o recibir: —Tú me das algo que me hace sentir bien o tú me quitas algo y me haces sentir mal— Sin embargo, estoy planteando la hipótesis de que el verdadero amor no es transable, no se puede negociar, ni comprar ni vender, porque el amor no es “algo” sino un “estado del ser”. Cuando yo experimento amor no estoy “sintiendo algo que tengo” sino “experimentando lo que soy”. El amor es un estado de plenitud del ser, y siendo eso no es algo que venga de fuera, sino una irrupción, un brote que emerge desde el fondo de lo que somos. Cuando amo lo que simplemente hago es ser, expresar y compartir lo que soy. Por eso, el verdadero amor descarta la manipulación del ‘dar para recibir’.
Y, sin embargo, el otro ser es parte de lo que somos y sentimos. Es necesario comprender que las personas somos, los unos para los otros, “sintonizadores de estados”. Hay personas que me hacen sentir bien mientras que otras me hacen sentir mal, personas con las que siento un mayor grado de armonía, bienestar o plenitud. Y otras personas que despiertan mis tensiones, debilidades o incomodidad. El error es creer que la persona que me hace sentir bien “está dando amor”, o que la persona que me hace sentir mal “no me quiere”. En realidad, lo que ocurre es que: el amor que yo soy brota y se expresa mejor o peor según los sintonizadores que estimulan o inhiben esa expresión.
Hay personas muy acostumbradas a sentirse mal consigo mismas y tienden a pensar que, si se sienten bien “con alguien”, es más por lo que esa persona le está dando y menos por su propia capacidad de ser y amar (percepción que estimula la dependencia). La persona que se siente existencialmente pobre tiende a ‘comprar amor’, a “actuar y esforzarse” por conseguirlo. Tanto el “amor a crédito” como la “entrega aplazada” incluyen potenciales frustraciones. El comprador paga una cuota inicial, y luego otra y otra mientras sueña o fantasea con una plenitud que ambos ya habían perdido desde antes del negocio.
Pero sí, hay más que la frustración mutua y la resignación. Pues la plenitud existe: es una actitud vital que supera los condicionamientos de la compra-venta de afectos, es un estado de consciencia simultánea de uno y del otro, una manera de experimentar el cuerpo y la existencia de ambos, pues se acepta y reconoce la vida de ambos, se las comprende y respeta. Pues el amor es conocimiento de lo que somos, de lo que soy y de lo que el otro es.
AMOR AL CONTADO
Si el amor es la pura experiencia y consciencia de ser entonces no especula, ni mercadea con los deseos que pudieran enturbiarlo. Mas allá del “amor de compra venta” nos falta entender un tercer modo de relación especialmente intenso e interesante: el de “pago al contado”.
Quien paga al contado es porque ya dispone de lo necesario para una relación plena. Ama plenamente alguien rico en amor, lleno de amor. Desde la plenitud se encuentra con otra plenitud. —Te lo doy todo porque dando no me empobrezco, sino que crezco aún más en la capacidad de dar. Y de ti lo recibo todo porque existes en la plenitud, porque disfrutas de la madurez sólida de quien, dándolo todo, es aún más rico/a en el amor. En esta relación no cabe manipulación, el trato es directo y claro, la entrega es total, aquí y ahora.
La desnudez y autenticidad del ser es más grande que sus mayores deseos. Este es el terreno del amor maduro. Un amor que no calcula ganancias ni manipula cuentas, amor que se abre y se entrega, que fluye desnudo siendo tal como es. Se entrega plenamente quien sabe y conoce lo que entrega y a quien se entrega. En la entrega real y completa que es el amor se reconocen los amantes; en ese estado no cabe el mercadeo, ni la pretensión de los personajes: ni el yo te di, ni el tú me diste. En el amor no se mide, se perciben ambos tal cual son.
Amar es reconocer la realidad del otro desde la realidad más profunda que uno/a mismo/a es. Solo podemos reconocer con claridad al ser del otro si la lente con que lo percibimos, es decir nosotros mismos, está limpia de las distorsiones que introduce el deseo, el miedo o las demás pasiones.
Pero ¿qué es el amor? Siendo algo tan profundo y universal como el agua, es raro y difícil encontrarlo puro, suele estar contaminado por las corrientes e inconsciencias del deseo. Esa agua universal y refrescante incluye, frecuentemente, concentraciones variables de distintos agregados: sexo, conveniencias sociales o económicas, frustraciones previas y otras motivaciones neuróticas que le quitan brillo e intensidad a la pura generosidad del amor, a la autenticidad del ser. Y, sin embargo, en la sed del desierto incluso el agua embarrada puede salvarnos la vida. Que seamos entonces capaces de reconocer el agua del barro, el ‘amor-deseo’ del ‘amor-liberador’. ¡Y que bebamos de la vida! A la salud de la sabiduría de cada cual. ¡A la intensidad del puro y radical presente! ¡Qué viva el amor al contado!
CONCLUYENDO
La incapacidad para abrirse y entregarse plenamente es un rasgo abundante en nuestras sociedades modernas, sociedades del deseo y la desconfianza, del usar y tirar, sociedades de la insatisfacción, del individualismo y la soledad a la que se reduce el sujeto en un mercado deshumanizado.
Con todo monetizado, las relaciones entre sujetos, ya no digo sexuales ni de género, sino simplemente afectivas, sociales o amorosas, se han convertido fácilmente en “compras aplazadas” o “compras a crédito”, con las inevitables frustraciones. La tasa actual de fracasos en las relaciones de pareja es altísima. A los 45 años, después de 15 años de relación, apenas sobrevive una de cada tres parejas. Y después de los 50, el egoísmo natural y la rigidez disminuyen las posibilidades de un acoplamiento que exige generosidad y flexibilidad. Habría que preguntarle a los albatros su receta, pues forman relaciones de pareja perdurables, con independencia de sus polluelos. Pero, en el siglo de la inteligencia artificial, los seres humanos estamos muy lejos de esos equilibrios naturales, muy incapacitados para distinguir nuestra ‘naturaleza profunda’ del mero “condicionamiento cultural”.
Esta descripción de las relaciones en términos del mercado puede resultar o deprimente o inquietante. Pero considero que, para un individuo o pareja que pretenda relaciones sanas, no hay otro camino sino la consciencia crítica, tanto de sí mismo y los condicionamientos que le afectan, como de la sociedad a la que pertenece. El “conócete a ti mismo” de la sabiduría antigua no tiene sentido sin la capacidad de desmontar ese entramado de deseos, el montaje social del que inevitablemente somos parte. Una pareja capaz de mirarse y reconocerse no es una pareja que se engañe en un juego de personajes y pretensiones, sino un vínculo vivo, un encuentro dinámico y cambiante, dos seres desnudos y auténticos, capaces de contemplarse, tanto en su grandeza como en su miseria.
UNA TRAMPA PARA MONOS
Una historia de la tradición sufí cuenta como, en cierto país, los lugareños cazan monos. El cazador conoce a su presa y se dirige al gran árbol dónde los monos parlotean y saltan; lleva una pesada ánfora metálica de largo y estrecho cuello. Se asegura que los monos, observadores astutos, la vean bien. Les enseña en la palma de su mano una llamativa fruta roja, deliciosa y tentadora publicidad; luego, con parsimonia, la introduce por el cuello de la vasija. Deja la trampa y el cebo bien anclada al pie del árbol y se marcha. Cuando los monos se sienten seguros descienden del árbol e intentan coger la fruta. La mano del mono y su largo brazo entran ajustados por el cuello del ánfora. Al fondo está la fruta de su deseo. La coge el mono haciéndosele agua la boca, e intenta sacarla. Pero la mano con la fruta no cabe por el cuello, por más que lo intenta no lo consigue. Entonces viene el cazador de monos. Su presa lo ve venir y se angustia aún más, intentando sacar mano y fruta. Con la mano fuertemente agarrada al “objeto de su deseo” mira con desesperación al cazador mientras este levanta el palo con que le va a desnucar.
Ya decía Buda que el deseo es el anclaje al karma y la raíz del sufrimiento. Y que el desapego es su medicina. El mercado de las pasiones es una compleja caja de pandora, con trampas adecuadas para todo tipo de deseos. Dice el refrán que el amor mueve montañas, y es cierto. Pero habría que distinguir amor inmaduro de amor maduro. El amor inmaduro es del bebé, (puro instinto y necesidad que, en la carencia adolescente, se convierte en amor de compra/venta). El amor maduro del adulto realizado es muy diferente, caracterizado por la generosidad y el desprendimiento.
Ambos tipos de amor se ejemplifican con un gesto de la mano: en el primer caso es la mano agarrada, deseosa y posesiva, el reflejo prensil del monito o bebé pequeño que se aferra cerrando sus dedos sobre la piel que no quiere soltar. En el segundo caso es el gesto de la mano abierta: deja totalmente libre al objeto de su deseo. El verdadero amor es puro desprendimiento, es libre y liberador.
Francisco Bontempi
Médico y Psicoterapeuta