A veces en mi trabajo me preguntan ‘en qué creo’. El mundo de las creencias es más variopinto y colorido que la zona de verduras y frutas del mercado. Hay de todo y para todos los gustos. Posiblemente las creencias se puedan clasificar, igual que los vegetales. Es posible que haya creencias en algo y creencias en nada; aunque este último tipo sea el más raro, dado que es muy difícil no creer en algo. Creer en el Big Bang, por ejemplo, ya es una creencia, como creer en el sistema bancario, que los malos son malos y los buenos buenos. Creer que mañana despertaremos y que la vida seguirá también es una creencia. Las creencias configuran el relato interno de nuestra psiquis y le dan continuidad a nuestra existencia. Las extendidas y populares creencias en la vida eterna son la máxima continuidad que nuestra imaginación permite.
Cuando me preguntan si creo en Dios o en la otra vida no siempre respondo lo mismo. A veces digo que creo y a veces que no creo, según quién me lo pregunte; porque toda pregunta oculta un sustrato, un trasfondo cultural, es decir, las hipótesis y creencias implícitas del preguntador.
Alguien puede creer en ‘Cronos’, el dios del tiempo, hijo de Urano, dios del cielo, y de Gea la tierra; (Cronos, en la mitología griega, devora a sus hijos para evitar que alguno de ellos le destruya); si ese creyente me preguntara si yo creo en dios y yo le dijera que sí, le estaría confirmando su creencia en un dios caníbal, y él podría afirmar que yo creo en su creencia, lo que no es cierto. Pero, por otra parte, yo sí creo que hay un fondo de verdad en los mitos y dogmas de fe de las varias religiones. El mismo ‘Cronos’, el tiempo, destruye a todas las criaturas impidiendo que cualquiera de ellas se convierta en eterna y se adueñe del privilegio divino; ¿es éste el drama en el fondo de este mito y tantos otros, la lucha entre el tiempo finito y la eternidad interminable? Sea cual sea la cultura en que hayan nacido las preguntas fundamentales, el ser humano se las hace y genera creencias, relatos y modelos mentales a guisa de respuesta.
Sin embargo no hay respuestas fáciles para las preguntas difíciles. La fe es la más fácil de las respuestas, es una actitud de la cognición humana, con frecuencia acrítica, capaz de explicar y justificar cualquier comportamiento, una guerra, un genocidio, una auto inmolación o una flagrante injusticia. Al otro extremo de la fe está el escepticismo, otra posibilidad curiosa de la cognición, con la ironía cortante que suele acompañarle, la broma sarcástica que vale para liquidar el problema de las creencias y reducirlo a las tablas del ‘todo vale’ porque ‘no hay nada cierto’.
Plantear el problema de las creencias en un diálogo entre dos, es un complejo asunto que, para aclararlo, requiere investigar, por lo menos, dos factores: la mente del que escucha y la mente de quien habla. Por esto suelo evitar las respuestas rotundas; todas las respuestas rotundas, salvo una: creo en el amor.
CREO EN EL AMOR
A lo largo de una vida larga me he preguntado, desde los múltiples ángulos que la existencia permite, en qué creo. Quizá en otro momento rescate un viejo poema que lo define, pero ahora, al borde de Navidad, elijo quedarme con la más fundamental de todas las creencias: el amor.
Descarto la parafernalia del amor, especialmente el consumismo en su nombre. Me quedo con el amor a secas. Pues, aunque sea imperfecto, por el amor existimos. El amor, con todos los matices y fibras de lo humano, amor de hombre y mujer, amor de tribu, amor de comida y trabajo, amor de amaneceres, de noches de pasión y ternura. Del amor venimos todos, el amor que movió a nuestros ancestros, a nuestras maestras, profesores, a todos quienes nos enseñaron algo por el camino, amor de amigos y amigas sin quienes el corazón no sonríe.
He llegado a viejo disfrutando de amar y ser amado. Creo en el amor. Una y otra vez compruebo como, por la experiencia del amor, me siento unido a los seres a quienes amo, seres en cuyo amor me siento aceptado, comprendido, integrado, bendecido. No hay comida, banquete o postre más delicioso que el amor, no hay regalo más perfecto que las sensaciones que del amor brotan.
Compartimos ahora el solsticio de invierno en el hemisferio norte, de verano en el sur, arriba o debajo de este barco tan pequeño, pues vamos en el mismo barco, mínima mota de polvo en la inmensidad del Cosmos. Un ciclo se cierra, otro ya se está abriendo. Para algunos Navidad refuerza su fe ancestral, para otros llega el descanso de las vacaciones, la comida cooperativa, la meditación compartida o en soledad. Para los niños, para el niño o niña que nosotros también fuimos, para su inocencia esperanzada, quizás venga un atracón de regalos, demasiado arrastrados por el marketin absorbente que gobierna nuestras sociedades.
Que disfrutemos lo que nos toque, pero no olvidemos que el verdadero regalo son tus ojos iluminados, tu risa, un abrazo dónde el corazón toca al corazón, un instante de aceptación para los dolores que dejamos atrás, y un brillo de esperanza para el camino que andaremos. Que si aún falta demasiado tiempo para que el amor gobierne a nuestro mundo, que el amor sea ahora el sino de tus días y el gozo de una noche única, que se extienda por tu sangre cálida y se derrame vivo en lo que toques.
Que encontremos el sentido común para creer nuevamente en el amor. Que aparezca la fuerza para decir NO a las guerras y líderes, hipócritas o justicieros, que nos conducen por ese camino. Que tengamos la coherencia para decirle SI al amor por una vida sobria, que enfríe el consumo que sobrecalienta nuestro horizonte vital. Que se abra un tiempo de tolerancia al diferente, al otro, al que no es como nosotros y que, sin embargo, es parte necesaria y fundamental del viaje que compartimos.
Francisco Bontempi
Médico y psicoterapeuta
¿EN QUÉ CREO?