LOS CONTRAPUNTOS DEL EGO I

Posted By pfbontempi on Feb 11, 2021


“El individualismo narcisista es la enfermedad de nuestro tiempo. El amor, la consciencia del otro y la aceptación son su medicina. La ignorancia de lo diferente, la negación del otro, ha generado una pseudo civilización aglutinada por la fuerza y la compulsión de poder, un pseudo coro que, antes que una coordinación de polifonías armónicas, es un caos de monofonías sordas, miles de discursos incapaces de ponerse en un lugar que no sea el de sus intereses en el mercado, la terrible voz del minotauro, ahogando la esencia de lo humano.” Giacomo Zancatto.

LOS CONTRAPUNTOS DEL EGO I

EL CONTRAPUNTO

La RAE define al contrapunto (‘punto contra punto’) como ‘el contraste entre dos cosas simultaneas’.  Esta simultaneidad puede generar belleza, como en el contrapunto musical, o puede convertirse en la guerra de puntos de vista contradictorios e incapaces de escucharse; este último es el caos de incomunicación en sociedades y familias, desgraciadamente frecuente, donde sus miembros practican esa forma de eclipsar o ignorar al otro, haciéndole desaparecer en nuestra inconsciencia: no te escucho, no te entiendo, no te veo, no me gustas; cuando, más que contrapunto, hay ignorancia y choque con todo lo que no sea la monofonía del ‘yo’.

En literatura. El contrapunto es una técnica narrativa basada en el paralelismo de acontecimientos protagonizados por distintos personajes, en la simultaneidad de escenas, próximas o alejadas, en los saltos de pasado y presente. “El aire va tomando cierto color de Navidad. Don Roberto lee el periódico mientras desayuna. La Filo llora mientras dos de los hijos, al lado de la cama, miran sin comprender. En la plaza, doña Rosa pregunta, como siempre, por sus sobrinas”. (Modificado de C.J.Cela)

En música. El contrapunto es un concepto nacido con la polifonía musical en el siglo XV, en ella juegan varias voces, líneas, instrumentos, cada uno con un discurso autónomo; algunos son textos simultáneos que se entrecruzan, se sobreponen, se restan, se imitan o divergen, sin romper por ello la unidad que es la pieza musical. En el estudio del contrapunto los estudiantes deben cantar en voz alta cada una de las líneas individuales mientras agudizan su oído para escuchar y comprender a las otras; un excelente ‘ejercicio de consciencia del otro y de la unidad de todos’. Cuando escuchamos música, no importa cuán autónomas sean las líneas en cuestión, siempre escuchamos un todo, a pesar de nuestra capacidad para distinguir primeros planos y líneas de fondo. La armonía es entendida como la integración de líneas musicales simultáneas, ese todo coherente en el que nuestro cerebro reconoce ‘la belleza’.

Para esta serie de artículos usaré una noción que llamaré Contrapunto Psicológico, un modelo de simultaneidad en el que los aspectos básicos que caracterizan a nuestro ser se entretejen como hilos construyendo un tapiz, y poniendo en evidencia, así lo espero, ‘al sustrato esencial que sostiene la unidad a lo que somos’. En los diferentes grupos, cada uno de nosotros es un instrumento más en esa polifonía, sin embargo, en nuestra mismidad, cada uno de nosotros es la música que simultáneamente ejecutan un sinfín de instrumentos o funciones operativas de lo que somos. Como individuos somos un organismo complejo, compuesto y unitario, como colectividad una especie que nos incluye a todos. Nuestro estado habitual suele estar muy alejado del estado de unidad, tanto de la unidad en nuestra mismidad como de la unidad en la colectividad donde pudiéramos experimentar nuestra esencia. Un juego literario-filosófico sería convertir a los ‘Seis personajes en busca de autor’ de Luigi Pirandello en el contrapunto de ‘Siete chakras en busca de la Unidad Esencial del Ser’, pues la idea de nuestro ser organizado en chakras, niveles o metámeros, me resulta muy atractiva. Pero ese no es mi intento ahora, sino buscar la unidad esencial bajo la aparente diversidad de facetas que configuran lo que somos. Comenzando esta reflexión por nuestro ego, denostado o endiosado, a veces una mera pantalla que eclipsa nuestra esencia, a veces el vehículo adecuado para la expresión de la misma.

  

ESENCIA Y EGO

Tal como el movimiento de un planeta no tiene sentido sin el campo gravitatorio en el que se desplaza, los aspectos que nos constituyen se entretejen y juegan sus contrapuntos sobre un fondo que les da sentido y provee de unidad: la esencia.

Como es prácticamente imposible iluminar nuestra esencia sin desenmascarar primero las entretelas del yo o ego, comenzaré por los contrapuntos de este manido y mal entendido concepto, el ego, antípoda aparente de la esencia.

En ‘Edipo en la discoteca’ describí los tres escenarios en que se juega nuestra realidad: el escenario público, el terreno privado y la dimensión íntima. Esbocé cómo en estos escenarios se desenvuelven los tres personajes del drama freudiano: yo, ello y superyó. Y terminé afirmando que ‘con esos tres aspectos del ser no se cubre la compleja humanidad que cobija lo que somos’, que en medio de estas tres instancias individuales y colectivas (pues también hay un ello colectivo, un ego de grupo, y un superyó social) es necesario redescubrir la esencia de lo humano, algo que trasciende al ego al mismo tiempo que le sostiene.

ACLARACIONES

Ego viene del latín y simplemente significa yo. Pero en el uso popular la palabra ego se ha cargado con mala reputación: ‘tiene mucho ego’, ‘es un egoísta, un egocéntrico’, son conceptos referidos a un exceso de autoestima, a una deformación o patología de algo que también existe en estado natural y sano. Egoísta: “Que antepone el interés propio al ajeno, lo que suele acarrear un perjuicio a los demás”. Egotismo: “Se refiere a la excesiva importancia concedida a sí mismo y a las propias experiencias vitales, la tendencia a hablar demasiado sobre sí”. Egocéntrico: “Quien padece tendencia a la auto-referencia, persona que hace de su yo el centro del universo. Narcisista y arrogante son sinónimos. Es un rasgo del carácter que lleva al aislamiento y la infelicidad, al sentimiento de superioridad”. Egomanía: “La preocupación obsesiva por uno mismo, se aplica a alguien poseído por delirios de grandeza personal, que se deja llevar por sus impulsos, con falta de aprecio a los otros”.

Estos aspectos del ego, evidentemente negativos, se han adueñado del lenguaje popular implicando que el ‘yo’ es algo intrínsecamente malo, una especie de lacra ajena a nuestra esencia o bondad natural. Esto ha llevado a muchos a la fantasía de vivir sin ego, como si el ego fuera una especie de pecado original del que es mejor librarse. Una obesidad mórbida de 200 kg con un delantal de grasa colgando sobre las rodillas nos podría llevar al deseo ferviente de reducirnos el estómago, pero a nadie se le ocurriría quitárselo del todo pues sin ello no podemos vivir. Es cierto que el exceso y la deformación de algo son su patología, pero ¿qué es el ego realmente?

El yo o ego es algo tan natural como el cuerpo. Según el psicoanálisis es la instancia psíquica que controla la motilidad corporal, más o menos consciente de sus propias operaciones y voliciones, un mediador entre los instintos y las normas sociales. En gramática el yo es la primera persona del singular, sílaba implícita en cualquier verbo o acción que realicemos: yo estoy pensando, yo hago o dejo de hacer. ‘Voy a comprar pan’ significa que yo voy a comprar pan, y no mi vecino.

EGO VISCERAL Y TERRITORIO

Freud centró su psicoanálisis, muy falocéntrico y patriarcal, como correspondía a su época, en los triángulos edípicos, donde el hijo compite con el padre por el amor de la madre, y la hija con la madre por el amor del padre.  El instinto libidinal se convirtió así en el centro de su psicología y el ego en el sujeto de las pulsiones que lo configuraban, el yo como un epicentro dramático sometido a las contradicciones de natura y cultura. No procede discutir aquí la validez de un concepto tan divulgado. Solo que en el siglo XXI los conflictos territoriales han sustituido a los dramas lúbricos del siglo XIX. En un mundo súper masificado, con amplia libertad sexual y diferentes formas de familia, frente a la indudable importancia del instinto sexual y a la libido como configuradora del ego, existe, a mi juicio, un importante instinto territorial asociado al poder del yo, a la identidad y autoafirmación; instinto que condiciona las dinámicas del ego y que tiene complejas consecuencias sociopolíticas.

El dominio del territorio implica el control de la comida y, para sobrevivir, la comida es previa al sexo. En la naturaleza las luchas jerárquicas, tanto entre machos como hembras, son por el dominio de un territorio que incluye acceso a la comida y derechos reproductivos.

Podría incluso afirmar que ‘el ego mismo es una curiosa forma de territorio, y más que cualquier territorio, es el primer territorio del animal humano’: ‘en mí mismo/a mando yo’, dice el ego. Un espacio vital que inicialmente se escinde de la madre: el niño/a pequeño, que ya conoce el nombre de bastantes cosas, descubre de repente un monosílabo con que se auto define: YO.

Este yo viene acompañado con la fuerza del NO, que también ha descubierto recién: un no que afirma su voluntad, su territorio. Está naciendo un YO-NO frente a las emociones y voluntades de otros, inicialmente madre, padre y hermanos. Un poco más adelante deberá medirse en batallas adolescentes, asociándose con pandillas, diferentes grupos y, eventualmente, entrando en confrontaciones con la ‘autoridad’, características de esta etapa, hasta consolidar su territorio y autonomía del yo.

Si en la adolescencia ya queda el ego bastante perfilado, en realidad es un yo que venía de antes: inicialmente hijo directo de la naturaleza, anterior al lenguaje o a cualquier determinación cultural, un yo profundamente imbricado en lo salvaje e instintivo. El perro que ladra con cada ladrido reclama su territorio y afirma yo, lo mismo hace el gallo que cacarea y el primate que se golpea el pecho mientras emite el gruñido con que se identifica. Casi todos los animales superiores saben decir yo, igual que nosotros, cada uno en su lengua, reclamando su territorio y afirmando allí su propia existencia.

Ese yo pre verbal evoluciona a través de las distintas edades asumiendo características diferentes.

UN EGO COMPUESTO: YO PRIMORDIAL+JE+MOI

Pues el ego o yo es más que esa pura visceralidad primaria. Entre la dimensión muy amplia de ‘natura’, a la que sin duda pertenecemos, y las extensas redes de relación entre humanos a las que llamamos ‘cultura’ y a las que necesariamente estamos adscritos, está ‘eso’ que se autoproclama ‘yo’. Este ego no aparece construido de un plumazo instantáneo, sino determinado por un proceso constructivo, por una cierta evolución. Inicialmente es aquel yo primario, un yo incipiente y natural que rápidamente se inserta en el lenguaje; sus comienzos no son plenamente conscientes, no sabe aún de su naturaleza instintiva, ni es consciente tampoco de las múltiples presiones culturales que pronto habrá internalizado como patrón, modelo e identidad.

Fue Jacques Lacan, una generación después de Freud, quien profundizó agudamente en la noción del ‘Yo como sujeto de la experiencia de ser’. ‘JE’, le llamó a eso, (simplemente ‘YO’ en español) un yo arraigado en las vísceras, pero ya inmerso en el lenguaje. Y luego llamó ‘MOI’, (‘Mi Mismo’) a la forma en que el sujeto se percibe a sí mismo en el espejo; espejo interno finalmente, espacio mental donde la auto-construcción del sí mismo habita permitiéndole auto-reconocimiento: ‘yo soy este, y yo soy de tal y cual manera’.

A este yo, asiento de voluntad, sujeto de experiencia, autoafirmación y capacidad de relato, se le consideró históricamente separado de la naturaleza, incluso ajeno a ella; hubo épocas en que nos parecía un yo descendido del cielo e investido de una voluntad divina, un ángel caído en la materia; lo entendimos luego, a medida que las revoluciones culturales avanzaban, como un ego compuesto y altamente determinado por el lenguaje y la cultura: esta mezcla de dos ángulos, Je&Moi.

Mi actual modelo ya no es de un ego doble sino trinitario, e incluso cuatrinitario. He comprendido que ese ego doble (Je y Moi) se sostiene y desarrolla a partir de la raíz que he llamado ‘Yo primordial’. Este aspecto y radical (en la raíz) del yo, emerge a la consciencia de sí mismo con la noción directa de ser algo y alguien; un alguien que al mismo tiempo está totalmente identificado con su entorno natural, del que es parte inseparable, el nido uterino, pura naturaleza, la madre y el entorno básico. El Yo primordial es uno con la naturaleza. Este concepto resultaba inaceptable en el siglo XIX, Darwin era demasiado reciente y los seres humanos establecíamos una barrera infranqueable entre el hombre y los animales superiores; esta noción es mucho más coherente hoy, siglo XXI, cuando ya nos damos cuenta de la continuidad biológica entre lo que somos y lo que fuimos. Sin embargo, para nuestra consciencia adulta y actual, identificada con el Je y el Moi, esta noción instintiva y directa de un yo primordial, un yo aún no cosificado por el lenguaje, sigue resultando una noción vaga e imprecisa.  

El ‘Je’ está intensamente arraigado en la visceralidad del tronco y en la acción voluntaria de las extremidades, es un Je (yo) visceral y voluntarioso, uno con el cuerpo. El ‘Moi’ posterior, más identificado con su auto relato, pertenece fundamentalmente a la dimensión de la cultura y el lenguaje: el Moi es uno con la mente. El ‘Yo primordial’ nace con la naturaleza y se transforma luego en personalidad, modelada y domesticada por los procesos culturales y sociales.

El árbol como metáfora puede aclarar estas nociones: raíz, tronco y fronda existen en dos dimensiones diferentes: subterránea y aérea. La tierra equivale a la naturaleza, allí se sostiene la raíz del árbol, es parte de ella, es el yo primordial. De la raíz se desarrolla y crece el tronco, equivalente al Je; se sostiene en la naturaleza y está afectado por sus instintos, pero ya existe en la dimensión aérea, correspondiente al complejo entramado cultural. En el tronco se sostiene luego la fronda del Moi, producto claro del lenguaje y la cultura.

El Yo Primordial surge de la esencia natural como una transición hacia dos alternativas posibles: o se desarrolla hacia las estructuras del ‘Je-Moi’ y allí se fosiliza como mero egocentrismo, o, alcanzada la plenitud del ego evoluciona más allá del eso. ¿Existe en nosotros esa amplitud mayor, un estado que trasciende los niveles previos, la plenitud de un ‘Yo Superior’? ¿Es ese Yo Superior el que vuelve sobre su sustrato natural en el abrazo simultáneo que reúne a natura y cultura, descubriendo en ambas la Esencia común que le hace humano?

¿UN YO ESENCIAL?

La simplificación popular que identifica al vanidoso narcisista con ‘tener mucho ego’, nos hace ignorar que muchos santurrones silenciosos están fuertemente anclados en el egocentrismo del Je-Moi. Si comenzamos a entender lo que es el ego, ¿quién puede librarse de eso? Todos somos, en algún momento al menos, esta entidad híbrida entre natura y cultura, jugando un papel y defendiendo un territorio.

¿Hay algo que escape de este pantano que parece tragarse todo lo que signifique ‘yo’, algo en el individuo que pueda definirse como ‘yo esencial’? ¿Hay algo que no sea el ‘Je’ visceral y auto afirmativo? ¿Qué no sea el ‘Moi’ del relato que hago de mis días? ¿Existe un ‘Yo esencial’ que trascienda al ego que hemos definido?

Para algunos ‘eso’ simplemente no existe, piensan que es una mera ilusión del ego buscando trascenderse a sí mismo, una construcción virtual modelada en nuestras neuronas, un punto de referencia en los mapas cognitivos que construimos mientras exploramos el entorno; mientras que, para otros, ‘eso’ es la raíz espiritual del ser humano. Esta es una cuestión compleja con muchos matices. (El lector puede profundizar su reflexión con las de Matthieu Ricard y  Francisco J. Rubia.)

Para Gurdgieff‘eso que es yo y no es ego’, es la identidad más profunda del ‘ser humano realizado’, lo que él llama ‘Yo Superior’. En este ‘yo-no-ego’ se ha disuelto la ilusión de percibir o pensar al ser como una dualidad de espíritu/cuerpo, de máquina biológica/consciencia espiritual. El ‘Yo Superior’ es la integración de un ser unitario, plenamente realizado, uno en quien las diferentes facetas del yo, los distintos personajes y programas que afectan al Je+Moi, están perfectamente unificados en la emergencia de un orden superior, donde se ha sellado la brecha de natura/cultura, mediante el cultivo disciplinado de sus posibilidades objetivas.

En un enfoque más epistemológico, una segunda ilusión termina con Krishnamurti, quien rompe con la larga separación entre ‘el conocedor y lo conocido’, disolviendo con esto la barrera entre el yo y el mundo, planteándose una unidad donde el yo y sus circunstancias resultan inseparables. Y esto nos acerca a nuestro Ortega y Gasset, en quien se abre la posibilidad de un Yo Superior al afirmar: ‘Yo soy yo y mi circunstancia’.

Esta doble disolución de separaciones nos ayuda a comprender la unidad esencial de lo que somos. Pues las circunstancias y el mundo moldean al yo, mientras recíprocamente, el yo modifica sus circunstancias y modela al mundo.

Coincido con estos filósofos en un ser esencialmente unitario, uno en quien todo lo que pudiéramos conocer es inseparable de lo que somos; un ser en quien la máquina de pensar ya no es el centro de su identidad, sino un humilde instrumento de esa unidad superior, unidad que se conoce a sí misma mientras descubre al mundo que la constituye. El ‘Yo Superior’ trasciende al ego, le engulle, le incluye, le integra como una simple función del Ser Total. Es este Yo Superior quien descubre a la Esencia como la pura presencia del Ser Original y la plenitud que le aguarda por destino, quien se descubre a sí mismo.

La esencia es una presencia activa en todas las etapas de lo que somos, tanto en el ‘Yo primordial’, como en el ‘Je’, el ‘Moi’ y por supuesto en el ‘Yo Superior’. Del mismo modo que en la mariposa, sujeta a su proceso de metamorfosis, su esencia está presente en el huevo, en la larva, en la crisálida y en el estado final o imago. (Metamorfosis: proceso de cambio de forma que revela la naturaleza de algo que está ‘más allá de la forma’).

Si buscamos a la esencia como raíz y sustrato de lo que somos, es necesario evitar la visión egocéntrica, el pensamiento fácil de que la esencia es algo a tener o no tener, ya que esa manera de mirar cosifica a la esencia y la convierte en una posesión personalista del ego: yo tengo esencia, como si la esencia fuera una tenencia. Los creyentes en esa dualidad suelen decir ‘yo tengo alma’, sin pararse a pensar ni en ‘qué es el alma’ y mucho menos en ‘quién’ es esa entidad que presume de tenerla. Es más bien lo contrario: ese ego que cree tener alma es una consecuencia instrumental en el desenvolverse de la esencia, es el alma la que eventualmente tiene ego.

LA PIEL DEL EGO

Una característica importante del ego es su frontera. El yo se define por oposición al otro. Yo no soy mi madre, yo no soy mi padre, yo no soy mis hermanos. Yo no soy ruso, ni chino o musulmán, yo no soy blanco ni soy español. Defino lo que soy por oposición a lo que no soy. Se desarrolla así un ‘ego-isla’ que, muy bien definido por el egocéntrico, afirma: ‘primero yo’; ego que, si se ha vuelto bien educado, afirma: ‘después de usted’; y si ha desarrollado el paradigma de la generosidad cultural dirá: ‘yo el último’.

Esta separación entre el yo y el resto del universo, valdría muy bien para una especie de dinosaurios asociales; quizá les haría más fuertes, despiadados y menos compasivos; lo que podría redundar en algún tipo de beneficio para replicar sus implacables genes. Pero nosotros tenemos genes de primates sociales, no sobrevivimos sin los demás, no nacemos de un huevo para descubrir que estamos solos y que perduramos por puro instinto; nacemos y nos desarrollamos en un seno afectivo y social imprescindible para configurarnos como seres humanos. Incluso los muy ricos y egoístas, esos que pretenden no necesitar a nadie, pues todo lo pueden comprar, sostienen su forma de vida sobre los hombros de la estructura social. En realidad, todos dependemos de todos y necesitamos del resto. Con frecuencia, atrapados entre el reptil egoísta y el ego social del primate, experimentamos un sentimiento de separación entre el yo y los otros, sumado al sufrimiento que nace del ‘yo-isla’. De ese estado busca sacarnos el amor, al que nos lleva tanto el instinto biológico, como la cultura que le ha domesticado.

Pero el amor no siempre se consolida. El mal de amor es el dolor de volver a encerrarse en el yo, después de fracasar en la vinculación con otro ‘ego-isla’. Y no solo aparece esta separación entre diferentes individuos, y grupos delimitados, también se desarrolla una importante fractura que separa al ego (individual y colectivo) de la madre naturaleza, alienada y explotada, como si fuera ‘un otro tonto e inconsciente’, incapaz de replicarnos; como si nosotros fuéramos extraterrestres, venidos a este planeta a expoliarlo, a construir nuestra ‘estrella de la muerte’: perfecto y esférico reflejo de un ego blindado y agresivo, obsesionado por sobrevivir, al precio de cualquier exterminio.

Este ego-separación en parte es biológico y en parte cultural. El biólogo H. Maturana, (uno de mis profesores) creador del concepto de ‘autopoyesis’, define que “los seres vivos son sistemas moleculares autopoyéticos, es decir que se producen a sí mismos, sistemas que cogen materiales y energía del ambiente, y la utilizan para preservar su vivir”. Y este concepto podría llevarnos a la idea del ‘ego-isla’, una entidad que se alimenta y sobrevive a costa de su ambiente, una idea cercana al moderno egoísmo cultural. Pero Maturana agrega luego que el sistema molecular autopoyético está asociado a su nicho ecológico; el organismo y su ambiente forman una unidad donde las dos partes evolucionan en mutua interdependencia. Concepto que, desde la sociopolítica, nos lleva a imaginar sociedades cooperativas y solidarias, ya no gobernadas por el egoísmo de un ego que ignora a su entorno y al otro, sino constituidas por individuos fraternos, capaces de empatía, compasión, solidaridad, y una consciencia inteligente y amante del entorno.

Y estas son dos maneras del ser humano: el ego del egoísta, que se mueve por la máxima rentabilidad de su interés particular; o el ego del altruista, cuya consciencia se pone a beneficio de la comunidad. Uno está encerrado sobre sí mismo, el otro abierto a una consciencia más amplia que la individual, una consciencia de grupo, incluso de especie, e inseparable del medio que le sostiene.

 “La piel, extenuada de tanto viajar

se ha rasgado en banderas de sal y de pan

en islotes de musgo y en fragmentos de cal.

Al trozo mínimo de mismidad

la voz del hambre llamó “yo”

y millones de polluelos de criadero

polvo de estrellas y sangre de planeta

piaron el coro frenético de picos, plumas y ojos

siempre hambrientos y desamparados

atronadores como marea

voraces como terremoto.

Tremendo gallinero

quince mil millones de velocidades diferentes

piando en el coro de una única voz

yo yo yo yo yo yo yo yo yo yo”.

                                            

‘Gallinero’, de Benho Poukersi

(En un próximo post continuaré los contrapuntos del ego, primero con el problema de la voluntad y la libertad; más adelante vendrá la cuestión de lenguaje, pensamiento y mente; luego será el contrapunto de cuerpo y consciencia; para cerrar el ciclo con los contrapuntos de la emoción y la relación de individuo y colectividad.)

Francisco Bontempi

Médico y Psicoterapeuta

LOS CONTRAPUNTOS DEL EGO I

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